El tiempo de Pascua es un tiempo especialmente propicio para dejar que las palabras tomen todo su significado y realicen toda su fuerza.
Jesús, la Palabra, el Verbo de Dios, dijo muchas cosas durante su vida a todos los que querían escucharlo y a todos los que querían entenderlo. Pero no era fácil hacerlo, porque la novedad de lo que decía, la profundidad que tenía, se les escapaba. Se les escapaba de tan sencilla que era: todo se reduce a arraigarse en el amor y confiarse a su dinámica.
Nosotros, parece que necesitamos propuestas más complejas; por eso los discípulos de la primera hora, como también nosotros siglos después, pensamos que sí, de acuerdo, que ya sabemos aquello de “amarnos los unos a los otros”, pero… ¡Pero no lo hemos acabado de entender! Esto no es nuevo; les pasó a las mujeres que se acercaron al sepulcro donde habían dejado el cuerpo de Jesús. Unos ángeles les dijeron lo que ellas no habían sido capaces de entender por sí mismas estando cerca de Jesús: “¿Qué hacéis buscando entre los muertos al que está vivo? ¿No recordáis lo que os dijo?”.
Y en medio de los pensamientos alborotados por las emociones, intentaron detenerse y sosegarse, recuperar en la memoria y en el corazón lo que habían escuchado a Jesús, hasta que, poco a poco, fueron entendiendo —ahora sí— lo que les había dicho. Que la fuerza del amor es generadora de vida en tantísimas formas, que es imposible de imaginar. Eso es lo que ahora justamente comenzaban a entender, no en las palabras ni los conceptos, sino en la experiencia cierta, indudable.
No se pueden “poner puertas al campo”, y no puede detenerse —¡ni se ha de hacer!— la fuerza imparable que tiene la vida alentada por el amor. Pero es necesario abrirse a percibirlo como misterio, dejándose seducir por lo que provoca en nosotros.
Tampoco es novedad, es lo que les pasó a los discípulos de Emaús. Iban caminando: ir haciendo, haciendo, haciendo… Y hablaban, ¡y tanto que hablaban! Pero no sabían muy bien qué se decían, la conversación no los llevaba a ningún lado, no les generaba vida ni esperanza. Hasta que alguien se les añadió en el caminar. Y, en lugar de hablar de cualquier manera sobre cualquier cosa, les habló del sentido profundo que hay en cada cosa, en cada hecho, en cada acto, en cada persona… Les mostró que hay mil y una lecturas posibles sobre la realidad, y que la mejor es siempre la que se hace en clave de estimación. Es el amor que empapa las palabras de Jesús el que hace que las Escrituras se llenen de sentido: ahora sí que las entendemos, ahora sí que vemos a dónde van, a dónde nos llevan, qué suponen para nosotros…
Por eso es tan importante que pensemos sobre aquello de lo que hablamos por el camino de la vida, de la vida de cada día. Y no sólo de qué hablamos, sino desde dónde hablamos, y hacia dónde dirigimos el sentido de lo que compartimos. Y hay que recuperar tantas cosas que hemos escuchado y de las que quizás aún no hemos llegado a captar el verdadero significado. Las repetimos, las tenemos incorporadas con normalidad en nuestra cabeza, pero no las hemos dejado arraigar y expandir en nuestro corazón. Tantas veces dijo Jesús a sus discípulos: “Si hubierais entendido el sentido de las Escrituras…”
El sentido está oculto no porque esté escondido, sino porque sólo se desvela al aproximarnos con apertura y libertad de espíritu. Si queremos oír leyes y mandamientos, no tendremos en cuenta muchas de las cosas que nos habrán dicho: sí, están bien, son bonitas, pero lo que de verdad importa ha de ser alguna cosa con más peso, con más entidad…
Insensatos… Como si pudiera haber algo con más entidad que el amor…
Por Natàlia Plá Vidal
Voz: Ester Romero
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
Muchas felicitades! Está muy bien mondada esta página. Me ha gustado mucho.
Me va muy bien escucho leyendo el texto, porque así entiendo mucho más.