[audio:https://hoja.claraesperanza.net/audio/madurar_fe.mp3|titles=Madurar la fe]Audio: Madurar la fe: amar a Dios

La experiencia de fe de una persona no es un hecho más que suma con otras experiencias de la vida. Muchas veces, con la manera de vivir de los que nos llamamos cristianos, hemos dado a entender que la fe se reducía al cumplimiento de una serie de normas y rituales. Si así fuera, ciertamente ocuparía un tiempo y un espacio de dedicación delimitados.

Pero el caso es que la fe cristiana es expansiva. Es decir, si se la deja crecer, va asumiendo más y más ámbitos de nuestra vida, hasta que llega un momento en que no hay nada de nuestro pensar, actuar, sentir, etc., que no esté empapado de esta fe. Este es el final de un itinerario de madurez que hemos de recorrer en nuestra fe.

No podemos plantearnos ser cristianos si antes no tenemos claro que hemos de ser buenos seres humanos. O sea, personas de buenos sentimientos y actuaciones, con una consciencia ética que nos hace ser y hacer de una manera determinada, tanto hacia nosotros mismos, como hacia otros seres humanos e, incluso, seres vivos y entorno físico.

Fijémonos que ni si quiera nos hemos atrevido a hablar de ser buenos cristianos. Es que, ni buenos ni mediocres: no podemos considerarnos en absoluto seguidores de Jesús si no lo fundamentamos en un armazón humano lo mejor posible dentro de nuestras limitaciones.

Cuando hoy hemos de dar cuenta de nuestra fe, no necesitamos otra cosa que hablar de una experiencia vital que da forma a toda nuestra vida, y no sólo a un pedazo. Porque el Dios de Jesucristo es una persona y, por tanto, la fe en él supone el desarrollo de una relación personal de estima. El amor que nos une a Dios ha de ir creciendo y madurando, plenificándonos. Por tanto, cuando se nos pregunta quién es Dios, qué es la fe, nuestra respuesta no difiere tanto de lo que responderíamos al hablar de una persona con la cual tenemos unos vínculos fortísimos.

El Dios en el que creemos es “alguien”, no es un concepto ni una idea que haya que exponer o defender. Ha pasado el tiempo de las apologías. A nosotros nos toca mostrar aquél que es importante en nuestra vida y lo que sentimos que hace en ella. Esto es el testimonio, que es respetado por muchas personas –incluso no creyentes-, que reconocen palabras y hechos de verdad en la vida de gente como Teresa de Calcuta, el abbé Pierre, y tantas otras mucho más anónimas que dejan su huella en los entornos inmediatos. El verbo con el que tenemos que  conjugar nuestra fe es mucho más “amar”, que “creer”. Tal como va creciendo el amor hacia Dios, se va matizando la sensación de tener que hacer un “acto de fe” en su existencia y presencia.

Del mensaje y personalidad de Jesús de Nazaret se deriva todo un contenido ético, un modelo de lo que es ser hombre, asumible para cualquier persona, sea o no creyente. Para los creyentes, además de este mensaje natural, hace falta asumir uno “sobrenatural” o trascendente, igualmente importante. Sin perder ni una hebra de este aspecto ético, hemos de integrar con normalidad y sencillez, la experiencia de misterio que percibimos en nuestra vida; una experiencia accesible a todos y no sólo a algunos escogidos. Dios es una presencia clara para quien está abierto a comunicarse con códigos diversos.

Sin tener que hacer bandera de nada, quien es verdaderamente contemplativo de Dios, se deja contemplar en lo que es y vive. Y su persona trasluce la presencia del mismo Dios. Esta es la madurez de la fe.

Por Natàlia Plá Vidal
Voz: Ester Romero
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza


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