Sólo Dios es santo
Sólo Dios es santo. Es Él quien ha decidido compartirnos su santidad. Nosotros podemos participar de su santidad, abriéndonos a su Amor y dejándonos transformar por Él.
En la fiesta de Todos los Santos me vienen a la mente muchos rostros: los de santas que la Iglesia ha canonizado, como Teresa de Lisieux, Eulalia de Barcelona, Clara de Asís, Brígida de Kildare, y tantos otros.
También los rostros de personas que forman parte de la inmensa multitud de la que hablan las Escrituras. Personas que conocí y traté: Alfredo, Rose-Marie, William… ¡Qué alegría de sentirse rodeada por todas estas personas que han vivido en diferentes épocas! Lo que tienen en común es el amor: ¡todas estaban habitadas por un Amor ardiente!
La fiesta de Todos los Santos significa que ¡el Espíritu Santo no desciende sobre proyectos, sino sobre personas! Dios no quiere actuar en «el mundo», sino en nuestros corazones. Esta es la fiesta de todos nosotros, ya que todos estamos llamados a la santidad. Celebrar la fiesta de Todos los Santos, es expresar que ¡nuestro Dios puede hacer maravillas en cada uno de nosotros!
¡Tú, Señor, seas bendito porque me has creado!
¡Cuántas veces he permanecido en silencio en el dormitorio de San Damián, donde murió Santa Clara! Es allí donde dormía con sus hermanas, en el suelo, sobre un poco de paja… E intento imaginarme la vida de estas primeras mujeres que desearon vivir como San Francisco.
Había que inventarlo todo: ¿cómo llevar adelante la presencia de mujeres en el seno de un grupo de hombres que dejaron todo para seguir a Jesús? Enseguida tuvieron que separar los lugares de vida: las mujeres en el monasterio; los hombres en el campo, los bosques, las montañas… Esta separación física no fue obstáculo para la profunda amistad entre Clara y Francisco. Juntos siguieron a Jesús, en comunión, ¡empujados por un mismo Espíritu!
El Espíritu inspiró a Clara: fue la primera mujer en escribir una regla de vida y luchó para que ésta fuese aprobada. Una regla que pedía el «privilegio de la pobreza». Una pobreza real, escogida, que impresiona: no tener ninguna propiedad, no tener reservas, ahorros, no poseer nada, compartir todo… ¡Qué ejemplo para nuestro mundo actual en el que reina la propiedad privada!
¿Cómo pudo, Clara, renunciar a las riquezas y a las comodidades que le ofrecía su familia? ¿De dónde sacó la fuerza de abrazar la pobreza? Leyendo su biografía me vino una respuesta. Sus últimas palabras antes de morir: «Tú, Señor, seas bendito porque me has creado». Su felicidad no venía de las cosas materiales, ¡de lo que podía tener! Había descubierto el tesoro fundamental de todo ser humano: ser, existir. Que Santa Clara nos ayude a que encontremos la alegría profunda de existir, ¡porque esta alegría nos acerca a Dios!
Por Pauline Lodder
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