Jesús no concebía separados cuerpo, mente y alma, ni ponía uno por encima del otro. En el cuerpo y la mente trasciende el alma y viceversa. La unión es íntima. Hay varios relatos evangélicos que nos lo van mostrando, sobre todo en el aspecto de la alimentación.
Recordemos cómo María es la primera en introducir a Jesús en la vida pública durante las bodas de Caná. Justamente en medio de una comida popular y por petición de su madre, Jesús comienza a dar testimonio de su enseñanza. Y lo hace aportando vino de buena calidad.
Más adelante, en los Evangelios, Jesús nos dice que lo bueno y lo malo sale de la persona, es decir, cada quien es responsable de sus actos, de sus palabras, de sus omisiones. Pero para que salga de nosotros, antes tuvo que haber entrado. ¡Somos también responsables de lo que “ingerimos”! Tanto física como espiritualmente. Según lo que comamos nuestro cuerpo será más o menos saludable, dentro de las limitaciones con las que cada uno hayamos nacido. Somos responsables de conservar, empeorar o mejorar nuestra realidad material, nuestro organismo.
También somos resposables de lo que asimilemos con los sentidos, que además de ponernos en contacto con la realidad, son canales de información que alimentan nuestra mente. Lo que vemos, lo que escuchamos, lo que percibimos con la piel, lo que olemos y degustamos, va acrecentando nuestra percepción del universo, nuestro conocimiento de lo real. Los seres humanos, además, tenemos la capacidad de codificar todo esto a través de palabras y de sentido. Sin dejar de lado todo aquello que se nos escapa a la consciencia y queda asimilado de manera inconsciente.
Debido a esta integridad del cuerpo y la mente, lo que percibimos de manera física queda también incorporado de manera intelectual y emocional. Las sensaciones que registramos y nos provocan un sentimiento o un pensamiento, consciente o inconsciente, también se alojan en nuestro cuerpo. De esta manera vamos creciendo a lo largo de la vida. Y, dependiendo de lo que nos vayamos alimentando, es como vamos respondiendo a la realidad.
El alma, que impregna toda nuestra realidad personal -cuerpo y mente-, está presente en este proceso. Le otorga un sentido trascendental al hecho de “alimentarse” y lo percibe como un don, una posibilidad que le es dada. También le confiere trascendencia al hecho de responder, dar, aportar, es decir, todo aquello que sale de uno mismo.
Para el alma, esta interrelación de lo que soy con la realidad, se convierte en un movimiento de gratitud y gratuidad. Gratitud al recibir y gratuidad al dar. Esto último requiere una maduración integral, ya que muchas veces nos alimentamos o incorporamos a nuestra vida cosas que nos hacen daño. También expulsamos de nosotros actitudes que dañan a otros. En este caso no caben ni la gratitud ni la gratuidad.
Jesús, cuando se ofrece como “alimento de vida eterna”, nos está legando el testimonio de su vida, que es la vida del Padre, para que lo incorporemos a nuestra existencia, lo procesemos en nuestro interior y podamos ser y actuar en coherencia con ello. Este legado no es otro que el amor. Y el acto de conversión que nos pide es que seamos conscientes de ello y nos abramos a recibir amor y dar amor. Lo demás, como decía Él, viene solo, por añadidura.
Por Javier Bustamante
Voz: Santos Batzín
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
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