Las últimas colaboraciones que he escrito hasta ahora han sido para comentar obras de grandes compositores, pero a partir de hoy quiero implicarme yo mismo y contar, para quien pueda interesarle, mi relación con este mundo maravilloso que es la música: qué es lo que yo pienso y cómo me aproximo a ella.
A veces me pregunto si la música es un invento o, bien, si es un descubrimiento. En la naturaleza hay sonidos, como por ejemplo, el canto de los pájaros, el viento, la lluvia, los truenos, etc., pero no siguen las reglas de la armonía: son sonidos informes, a veces puro ruido.
La música sería esos sonidos (pura longitud de ondas), pero armonizados, es decir, pasados por un cedazo que los humaniza y llegan al corazón. Visto así parecería un descubrimiento de algo que ya existe previamente, pero también sería un invento («crear» algo que no existía previamente), pues pensemos, por ejemplo, en la creación de instrumentos musicales o en la composición de música, líneas melódicas, armonías o ritmos. Yo, personalmente, lo incluiría en el capítulo de los grandes inventos de la humanidad, quizás el mejor de los inventos.
Como nos transporta a un mundo espiritual de otro orden, nos cuesta poco relacionarlo con la vida divina. Incluso hay personas que la ponen en el podio más alto y se atreven a decir que «Dios es música» (Pilar Márquez, soprano) o, bien, que la «música es Dios» (Alice Herz Sommer, pianista de 107 años). A mí me parece que la música sí tiene algo de divino, porque aunque se compone de sonidos y silencios, su naturaleza es intangible, inaprensible, inmaterial y actúa directamente en el corazón, en todo ese tesoro de sentimientos y emociones de nuestro mundo interno.
Hay todo un componente racional, previo al material sonoro, que sería el estudio y aprendizaje de la preocupación por capturar la música y poderla recordar y reproducir. Me refiero al solfeo y otras tareas, como el estudio de las formas musicales a través del tiempo histórico, de lo cual se encarga la musicología y otras disciplinas. Sin embargo, el producto último de toda esta actividad es la música propiamente dicha, lo que el receptor percibe en el momento de la escucha atenta y que le conmueve gratamente, produciéndole un placer espiritual subjetivo, pero intenso. Todo esto nos eleva espiritualmente rozando zonas de la esfera divina. La música nos hace trascender a nosotros mismos hasta hacernos sentir el calor de la Trascendencia. Esto no ocurre con todas las músicas, pero sí con algunas que son distintas para cada persona o grupo de personas. Una sencilla línea melódica bien armonizada y con un tempo largo puede ser motivo de «éxtasis espiritual». Pero también todo lo contrario: un todo orquestal inflamado de pasión, como la muerte de Isolda en el último acto del Tristán de Wagner, puede ser causa de una incontinente emoción lacrimógena.
Lo que me gustaría dejar claro antes de acabar es que, para mí, de todo el arte creado hasta ahora por el ser humano (pintura, escultura, arquitectura…), la estética que más me conmueve, que más me enriquece como persona, es la estética musical y eso es así por su propia naturaleza espiritual, tan próxima a la Substancia Divina.
Querría hacer notar que la poesía es una aliada indudable de la música, y que la unión de las dos, el canto y la música instrumental, genera una forma musical propia que es la lírica, la ópera, pero también otros géneros importantes como las cantatas, los oratorios, los réquiem, los lieds (es decir las canciones)… Todo lo incluimos con el nombre genérico de MÚSICA.
Hasta la próxima.
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