Siempre me han impresionado las casas abandonadas. Me percaté de ello hace tiempo. No puedo evitar detener la mirada cuando me encuentro alguna. No hablo de casas cerradas o vacías, sino de aquellas en que el deterioro se hace patente, ya sea como un inicio o como un proceso irreparable.
Una especie de escalofrío interior me atraviesa y mi imaginación vuela inevitablemente. Me encuentro pensando en la vida que aquella vivienda acogió, si alguna vez fue hogar. Qué habrá pasado…
Con cierta ingenuidad me encuentro distraída pensando en cómo reparar algunas cosas, cómo volverla a hacer habitable, útil, incluso bella. Como si pudiésemos devolverle la dignidad perdida en el abandono, en la dejadez.
Supongo que, detrás de los vidrios rotos, los muros medio tumbados y las puertas pintarrajeadas, intuyo la muerte de la última persona que cuidó la casa, el final de una familia, de una comunidad… Quién sabe si un enfrentamiento entre herederos, incapaces de ponerse de acuerdo, haya hecho que la casa se fuera deteriorando como metáfora de una relación en pésimo estado. O quizás los propietarios se arruinaron económicamente y eso les hizo abandonar sus bienes, seguramente con mucho dolor. Tantas cosas pasan en la vida…
Haría falta aprender a cerrar las casas e, incluso, a “deconstruirlas” si llega el caso. Los derribos son tan agresivos, tan poco ecológicos. Lo que tanto cuesta levantar puede caerse muy deprisa. Tener que derribar es ya signo del fracaso de haber gestionado adecuadamente el final de una vida, aunque sea la de una casa. Incluso, aún podríamos haber reciclado muchas más cosas que sirvieran a quien ahora las necesite.
Está claro que cuando no es una casa solamente, sino que hablamos de una ciudad, de una civilización, el susto que provoca es aún más grande. Con una buena recreación, uno se hace la idea de lo que fueron la Atenas y la Roma clásica, de lo que fue Éfeso o el Egipto de los faraones… ¡Cuánta vida, cuantísima cultura amontonada en las piedras muertas que hoy apuntan la gloria de lo que alguna vez fue aquello!
¡Qué lección de humildad y realismo es pasearse por entre las ruinas! Como dijo Paul Valéry después de la I Guerra Mundial, las civilizaciones saben que son mortales. Quizás sí, pero es tan fácil olvidarlo… Proyectamos eso que sabemos y que nuestra vida personal no puede dar de sí: el anhelo de eternidad.
Un paseo por las ruinas nos pone en nuestro lugar rápidamente: nuestro afán ha de ser el de cuidar la vida con humildad, porque, ya saben, “polvo eres y en polvo te convertirás”. Crear cultura, sí, pero humilde y al servicio de los presentes.
Por Natàlia Plá
Voz: Claudia Soberón
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales.
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
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