En un texto de Carlos Vallés leí que los buenos instrumentos musicales, conforme pasa el tiempo, van mejorando su sonoridad, se van enriqueciendo en matices, van ganando armonía. A base de ser tocados queda inscrita en su memoria la gama de sonidos que van produciendo.
Este autor nos comparaba el instrumento con el cuerpo humano, motivando a que lo cuidáramos. Lo cual también invita a otra reflexión: ¿qué sucede con nuestro cuerpo conforme pasan los años? Aparentemente, va avanzando en una curva que primero asciende y luego desciende. El cuerpo crece y se desarrolla y, después de un momento de madurez, decrece traduciendo la existencia en achaques.
Aparentemente es así: una vez completado el crecimiento y una etapa de estabilidad, el organismo parece que va perdiendo capacidad de respuesta y las funciones se van debilitando, los sentidos van disminuyendo su agudeza y la energía vital va menguando. La mayoría percibimos así el desarrollo de la vida, pero si contemplamos en profundidad lo que nos pasa, podemos ver que realmente somos como instrumentos musicales. Efectivamente la materia se va transformando, pensemos en un piano o un violín que sufren los cambios de temperatura y humedad y el paso del tiempo degrada la madera. Nuestro cuerpo también se va transformando con los días, pero esto no quiere decir empobrecimiento ni pérdida.
Cuando somos niños o jóvenes estamos impregnándonos todo el tiempo de sensaciones, vivencias, conocimientos, muchas veces sin captar el valor de estos. Podríamos decir que percibimos la vida en dos dimensiones, pero nos falta la de la profundidad. Al pasar cierto umbral –cada uno tiene el suyo- notamos que ya no vamos tan deprisa o nos cuestan ciertos procesos naturales. Es entonces cuando es posible despertar a otra dimensión de la persona, la del cuido. Aprendemos en carne propia el sentido del equilibrio, no como un valor en abstracto ni como un consejo moral, sino como una actitud vital.
El equilibrista sabe que en cualquier momento se puede caer de la cuerda, es consciente de que los límites existen y que es a través de ellos donde se mueve para llegar al otro extremo del vacío. Conforme vamos descubriendo nuestros límites, no sólo los físicos, vamos aprendiendo a movernos en ellos, incluso a ensancharlos, para desplazarnos por la vida. No sólo la mente tiene memoria, el cuerpo y el alma también. Y esto se traduce en sabiduría.
Mientras más sabemos, más nos damos cuenta que es muy poco lo que sabemos, tanto de nosotros mismos como de la realidad. La sabiduría, entonces, puede traducirse en humildad. Decíamos al comienzo que los instrumentos musicales, conforme pasa el tiempo, van tornándose más armónicos. Los seres humanos, si nos abrimos a esa sabiduría que se vuelve humildad, también podemos llegar a desarrollar el sentido del equilibrio. No importa que algún día, consecuencia de los años o limitaciones de salud, nos movamos menos o que el dolor se instale como parte de nuestra cotidianidad, lo realmente importante es el equilibrio que vayamos generando ante las nuevas realidades que se presenten.
Texto: Javier Bustamante
Voz: Claudia Soberón
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
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