Para muchas órdenes monásticas dedicadas a la acogida de huéspedes y peregrinos la llegada del “otro” es la llegada del mismo Jesús. En cada persona que llama a la puerta se encuentra la presencia viva de Cristo. En ese misterio se encarnan palabras del Evangelio como: quien recibe a uno de estos pequeños en mi nombre, me recibe a mí.
Sí, Dios se encuentra presente en cada persona que roza nuestras vidas, pero esta realidad sólo es evidente si estamos abiertos a contemplarla. Para ello, es necesario primero encontrar esa presencia en cada uno de nosotros. Sabernos habitados por Dios y aprender a entablar una amistad con Él. Sentir que, al igual que Jesús, cada uno somos realmente hijos de Dios. Ésto, que parece tan fácil y rápido de decir, implica un proceso a veces largo de conocimiento y aceptación de nosotros mismos. Aceptación plena y gozosa de nuestra realidad y nuestras circunstancias, sean cuales fueren.
Recordemos qué nos dice Lucas en su evangelio cuando Juan bautiza a Jesús en el Jordán: “Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo. El Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».”
Ese amor de Padre que hace manifiesto Dios, también nos alcanza a cada uno de nosotros. Antiguamente, el bautizo era administrado en la madurez e implicaba una adhesión voluntaria a una forma de vida. Un sí a Dios. En nuestros días, es un rito de iniciación a la vida de fe que la comunidad de creyentes otorga en la infancia. Es como una bienvenida y un sí a esa nueva vida. Pero esto hace necesario que, después, cuando uno cobre consciencia de que vive una fe y que realmente se siente como ese “hijo muy querido”, seamos nosotros quienes en primera persona demos un “sí a Dios”. Un sí a Dios que implica un sí a uno mismo y que después también abarcará un sí a la realidad que nos toca vivir y, por ende, un sí a las personas que vamos tratando a lo largo de nuestras vidas.
La llegada del “otro”, decíamos al comienzo, es también la llegada de Dios. Si yo soy capaz de sentirme como ese “hijo amado de Dios”, como ese otro Jesús, también seré capaz de experimentar que cualquier persona también es esa “hija amada de Dios”. ¡Esta filiación compartida nos hermana, nos hace iguales en todos los sentidos! Poder experimentar esto como algo “real”, nos libera de muchos prejuicios ante el otro, sea un conocido o un desconocido. Y, además, nos humildea. Estamos en el mismo plano de igualdad: nadie es primero ni último.
Muchas veces esperamos señales de Dios en nuestras vidas, queremos sentirlo, palparlo, que nos hable. Muchas veces queremos escuchar de Él lo que nosotros estamos esperando o deseando. Y Dios se hace presente todo el tiempo y se comunica. Sobre todo en las personas que, si sabemos “escuchar su presencia”, misteriosamente nos están hablando de parte de Dios. No nos dicen lo que queremos escuchar, sino lo que nuestro corazón necesita saber para encontrar la presencia de Dios en nuestras vidas.
Para ello es vital tener un actitud receptiva. Volvamos al momento del bautismo de Jesús. Fue Él quien públicamente acercó a bautizarse. En medio del bautismo se puso a “orar”. Es decir, se dirigió a Dios como Padre. Fue, entonces, cuando la presencia del Padre y del Espíritu Santo se hizo evidente a todos los presentes. Ese “orar”, ese entablar una amistad con Di os, es el detonador que nos hace descubrir que Él está con nosotros en todo momento y en todo lugar.
Dios ya llegó a nuestras vidas. ¡Estamos invitados a abrirle el corazón!
Texto: Javier Bustamante
Voz: Marina Villa
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
Audio:La llegada:una acogida
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