Recuerdo, ya en mis tiempos de juventud, que había diversos libros de espiritualidad en los que se anunciaba, incluso en el título, la posibilidad de rezar, no en lo habitual que sería en las iglesias, sino en la misma calle. Aquello nos entusiasmaba a los jóvenes ‘urbanitas’, que nos sentíamos convocados a hacer nuestra plegaria al Señor en el tranvía, en el metro, caminando en plena calle o paseando por un parque. Quizás era una simple manifestación rebelde, rompiendo esquemas, que buscaba, en el fondo, una cercanía con lo trascendente.
Lo cierto es que a lo largo de la vida he ido descubriendo múltiples formas de plegaria, no sólo individual, sino también comunitaria. No sólo de ‘petición’ y de ‘acción de gracias’, sino también de ‘alabanza’. Meditando y contemplando también descubrimos maneras diversas de hacer oración.
Lo que más me ha llamado la atención y después he comprobado largamente en el día a día es lo que expongo a continuación: la oración individual, con aquella cita del Evangelio de Mateo que dice que “cuando quieras orar, enciérrate en tu habitación, y allí en lo secreto habla con tu Padre Dios” (cfr Mt, 6,6). Dedicar un tiempo diario para esta oración sosegada ante el Señor.
La oración en familia: con aquellos más íntimos, como los que Jesús escogió para orar en el monte Tabor o en la montaña de los olivos. Para unos, serán la familia. Para otros los amigos, para algunos, los de su congregación. Es la más propia del grupo, de los que están en íntima comunión. Como Jesús con sus apóstoles en la Última Cena. Como María en Pentecostés rodeada de los Apóstoles, de las Santas Mujeres y de los Discípulos (unos 120).
Y por último, la oración en el mundo, fruto de las dos anteriores. Gracias a las anteriores oraciones personal y comunitaria, surge ésta más amplia y transformadora. Propia del Espíritu de Dios que llena la tierra. En esta plegaria es fundamental la mirada: mirar a la gente, mirar a unos y otros, y a todos juntos, reunidos. Ha de ser una mirada amable. Una mirada que acaricia a todos y cada uno de los que nos rodean en cada una de las circunstancias distintas.
Más aún: contemplar a las personas. No hay nadie superior a otro. En todo caso, unos somos servidores de otros, pero nadie por encima de otro. La fuerza del amor del Espíritu de Dios nos une, nos enlaza, como una red.
Texto: Josep Lluís Socias Bruguera
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría
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