«Existe un estado de reposo en Dios, de total suspensión de todas las actividades de la mente, en el cual ya no se pueden hacer planes, ni tomar decisiones, ni hacer nada, pero en el cual, entregado el propio porvenir a la voluntad divina, uno se abandona al propio destino. Yo he experimentado un poco este estado, como consecuencia de una experiencia que, sobrepasando mis fuerzas, consumó totalmente mis energías espirituales y me quitó cualquier posibilidad de acción. Comparado con la suspensión de actividad propia de la falta de vigor vital, el reposo en Dios es algo completamente nuevo e irreductible. Antes era el silencio de la muerte. En su lugar se experimenta un sentimiento de íntima seguridad, de liberación de todo lo que es preocupación, obligación, responsabilidad en lo que se refiere a la acción. Y mientras me abandono a este sentimiento, poco a poco una vida nueva empieza a colmarme y – sin tensión alguna de mi voluntad – a invitarme a nuevas realizaciones. Este flujo vital parece brotar de una actividad y una fuerza que no son las mías, y que, sin ejercer sobre ellas violencia alguna, se hacen activas en mí. El único presupuesto necesario para un renacimiento espiritual de esta índole parece ser esa capacidad pasiva de recepción que se encuentra en el fondo de la estructura de la persona.»
Es un texto de madurez de Edith Stein y de gran actualidad. El reposo al que se refiere lo concreta en algo que parece inalcanzable: la suspensión de todas las actividades de la mente. Dicho de otra manera sería una experiencia de silencio interior, del que a lo largo de la historia han hablado los padres del desierto y la filosofía oriental. Alcanzar el silencio exterior no es fácil, pero se puede lograr. Acallar las voces de nuestro interior es mucho más difícil, nos parece una utopía inalcanzable. Pero Edith precisa que no es el “silencio de la muerte”, por lo tanto es un silencio vivo, en diálogo, es ser oyente de la Palabra (Rahner), que nos da “futuro y libertad” (A. Marqués).
En un mundo donde el individualismo nos ha llevado a la centralidad del yo: “yo elijo”, “yo decido”, “yo hago”, “yo soy el protagonista de mi propia historia”. ¿Cómo dejar “consumir mis energías espirituales? ¿Cómo permitir que algo o alguien nos robe nuestra capacidad de acción?. Edith renuncia a todo ello para entregar su porvenir, su futuro a la voluntad divina y además sin forzar la propia voluntad, es decir con una plena sintonía de voluntades. Hay una innegable resonancia del posicionamiento paulino: “ya no soy yo, es Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20). Recordemos que Edith, como Saulo, vivió también un proceso de conversión del judaísmo al cristianismo. En el texto aparecen una serie de palabras clave que son como pinceladas vigorosas que definen un modo nuevo de entender la humanidad y la feminidad: “abandono” (confianza en un Ser superior); “experiencia” (no es fruto de la mera reflexión sino de la vivencia, y además una experiencia humilde “yo he experimentado un poco este estado”»); “novedad”, en el sentido cristiano del término, es algo llevado a plenitud; “irreductibilidad”, semejante experiencia no puede reducirse ni minimizarse, es algo grandioso; “íntima seguridad” (“sé de quien me he fiado”, 2Tim 1-12). En contra de lo que pudiera parecer, esa vivencia íntima nada tiene que ver con “la falta de vigor vital”, es lo más opuesto: es la fuente de un nuevo vigor.
Otra palabra clave del texto es liberación. Edith fue una mujer interiormente libre: libre de preocupaciones, de obligaciones artificiales, de responsabilidades en lo que se refiere decisiones tomadas unilateralmente. Fue libre en su pensamiento, en su cultivo de la filosofía, en su decisión de abandonar el judaísmo, de entrar en el Carmelo, en fin, de entregar la propia vida en la cámara de gas.
Una vez llegado al punto de mayor aparente inactividad (el reposo en Dios) uno es capaz de lanzarse a la aventura de una actividad nueva: “una actividad y una fuerza que no son las mías”. La Biblia elogia la mujer fuerte (Proverbios 31, 10-31). A la luz de este texto de Edith Stein podemos entender que esta fortaleza no es el resultado de unas capacidades naturales, si no un verdadero don que se adquiere desde la aparente suma debilidad. “Es cuando soy débil cuando soy realmente fuerte” (2 Corintios 12, 1-10). “Porque lo que parece debilidad a los ojos de los hombres es fortaleza a los ojos de Dios” (Francisca Güell).
Concluye la que sería Santa Teresa Benedicta de la Cruz con una afirmación antropológica: “esta capacidad pasiva de recepción se encuentra en el fondo de la estructura de la persona.” El ser humano –hombre y mujer- es recepción. Cuanto más vacío estoy de mi mismo, más susceptible de llenarme del Otro. El asombro es el fundamento de todo quehacer filosófico. Pero hace falta un “renacimiento espiritual” para descubrirlo. En definitiva una dinámica de muerte y resurrección. Morir a la mujer vieja para nacer a la nueva. ¿No radica aquí la autenticidad del feminismo cristiano?
Texto: Jaume Aymar Ragolta
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría
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