En el entorno donde nací no hay ferrocarril, quizá porque son tierras muy montañosas. Recuerdo la primera vez que vi pasar cerca de mí, un tren. Fue en la espera de un paso nivel en las llanuras de Castilla. Nos bajamos del coche. La línea férrea era larga y rectilínea; su vista se perdía a lo lejos. De pronto, oímos el: «ya viene». Me costó distinguir en la distancia un objeto casi insignificante, un punto que nos señalaban en el horizonte y que se desplazaba hacia nosotros. No pasaron muchos minutos y la máquina y los vagones pasaron a nuestro lado, altos, imponentes, trepidantes. Ciertamente, una cosa que me parecía ínfima en la distancia, se ve enorme cuando está cerca y hasta uno se aparta de ella, asustado y quizá para verla mejor.

Sabemos que Dios es inabarcable para el hombre. Nos desborda por doquier. El ser humano es limitado y desconoce mucho de Dios. Incluso habiéndose ya revelado, desconocemos muchas cosas de Él, muchísimas. Esto nos produce bastantes veces un temor y entonces, para relacionarnos con Él con más facilidad, pretendemos edulcorarlo, azucararlo. Cierto que sabemos de Él que es Bueno, todo Bondad; que nos Ama inmensamente, Él es el mismo amor; que es Padre, que es clemente y misericordioso, paciente, etc. Esto es cierto, nos lo ha revelado Jesucristo. Pero entonces nosotros subrayamos aquellos aspectos de Dios que más nos interesan, oscurecemos los que no nos gustan tanto y hacemos un Dios un poco a nuestra manera. Es muy común que lo acaramelemos, que lo edulcoremos.

Todo lo que sabemos acerca de Dios por la Revelación de Jesucristo, es supremamente cierto y es muy hermoso y consolador para nosotros. Por eso mismo, eso conocido como Revelación constituye un trampolín firme para lanzarnos con decisión y paz, en brazos de ese Dios que en gran parte nos es desconocido. Lo que sabemos, es tan cierto y tan hermoso que basta y sobra para que nos abandonemos totalmente en sus manos, aunque Él nos sea inabarcable.

Y entonces, al abandonarnos en Él, gozaremos de un milagro, pues con Dios ocurre al contrario que con el tren. ¡¡Dios es inabarcable, sí, y sin embargo, es tan cercano y amigo!! Cuando se está lejos de Él, cuando se conoce poco, aparece grande, imponente, majestático. En cambio cuando Él se acerca o nosotros nos acercamos a Él, se hace pequeño, cercano, sencillo, accesible: un niño en brazos de María y de San José, en Belén. Ya no impone, no inspira temor alguno, sino que nos atrae suavemente. Nos enseña a llamar a Dios «Padre», «Papá», «Papaíto».

Sí; con Dios pasa lo contrario que con el tren o los árboles o los rascacielos. Y también ocurre eso, no solo con Dios, sino también con las personas que viven la vida de Dios. ¿Quién siente temor ante María o ante José? ¿Quién se asusta con San Francisco o Santa Clara de Asís?

Nosotros, a nuestra vez, seamos sencillos, mansos y humildes de corazón, abiertos y cercanos a todos. Así, Dios Padre, lo será con nosotros.

Texto: Juan Miguel González Feria