Nos parece trágico e injusto que Abraham, interpretando lo que Dios le pedía, llevara a su hijo Isaac al sacrificio. Pero no pensamos en cuántos padres hoy, alrededor del mundo, quizás creyendo que les hacen un bien, sacrifican la vida de sus hijos en aras de sus intereses: los explotan, los instrumentalizan o proyectan en ellos sus frustraciones. No les permiten ser libres. Los hijos son personas que Dios ha confiado en las manos de los padres para que les regresen progresivamente la libertad que tienen delegada.
Por eso, en el Evangelio de la Transfiguración, Dios Padre presenta a su Hijo amado a sus discípulos más íntimos de una manera nueva, solemne y plena de estimación: “Este es mi Hijo amado”. Aunque vendrá después la Pasión, la Transfiguración anticipa ya el final de la historia: habrá Resurrección. Es un texto paralelo al bautismo: Jesús se presenta como el hombre nuevo resplandeciente a quien hay que escuchar porque la luz de Jesús ilumina todas las oscuridades, todos los repliegues de nuestra alma.
Nos podría parecer que el pasaje de la Transfiguración es una cosa de otro tiempo, excepcional, pero hemos de comprender que es un mensaje que se nos dice a cada uno de nosotros ahora y aquí. El color que predomina en la escena es el blanco intenso, el color de los vestidos de Jesús, el color del alba, el color de la pureza, el color de los muros de la celda carmelitana o de la cartuja. El mensaje de Jesús es nuevo, supera el de la ley (representada por Moisés) y el de los profetas (representados por Elías). Por eso la Palabra que tenemos que escuchar es, sobre todo, la del Evangelio. Como un signo de su importancia en la eucaristía nos ponemos de pie para escucharla. Es una manera de decir, como Abraham: “aquí me tienes”, y una voluntad como la que expresa la antífona del salmo: “continuaré caminando entre los que viven en la presencia del Señor”.
Al terminar la teofanía, ven a Jesús solo con ellos. Jesús estaba con los discípulos, pero estaba solo. Solo pero acompañado, acompañado pero solo. Lo interpretó muy bien Leonardo da Vinci en aquella Última Cena del refectorio de Santa Maria delle Grazie en Milán, ten reproducida, donde los apóstoles están agrupados en cuatro grupos de tres y dejan a Jesús muy solo en su Pasión. Los discípulos no acababan de entender su propuesta y discutían qué quería decir eso de resucitar de entre los muertos. Aún no habían entendido que acababan de ser testigos de una anticipación de la resurrección. Aún no habían entendido que la Pasión es necesaria para llegar a la gloria. De hecho, nosotros lo podemos entender conceptualmente pero nos cuesta comprenderlo con el corazón. Y muchas veces aceptamos los males contrariados, sin intentar leer las claves de resurrección que esconden.
Por eso, Isaac es una figura anticipada de Jesús. Isaac no fue sacrificado, Jesús sí que lo será, pero al final resuscitará. Y la fe de María será más grande que la de Abraham.
Nosotros también estamos llamados a resuscitar con Él. En el momento de elevar la sagrada forma, en la consagración, nos pasa ante los ojos aquello que hemos cantado tantas veces quizás sin ser conscientes: “lo contemplamos transfigurado / en el momento de la despedida.»

Texto: Jaume Aymar
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza

 

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