Alfredo Rubio de Castarlena (1919-1996)
Esta noche, Señor, de pronto

la nada se abrazó a mi cuerpo.

Y me ahogaba, Señor…

¡Cómo pesa la nada!

 

Mañana tu Enviado

–báculo, mitra–

me llamará.

Y yo daré un paso hacia adelante

simbólico, viril,

decisivo,

solemne.*

Esto será

poco después del alba.
……………………………………………

 

No me turba, Señor,

la difícil promesa de obediencia;

ni que tenga que ser mi carne

ceniza en vez de llama,

ni que me llamen loco

mis amigos de antes.
No es esto, no, lo que sentí esta noche;

que esto desde el principio lo sabía.
Fue… otra cosa.

Algo más mío casi que yo mismo.
Fue un súbito gritar desde la nada

de los hijos que habría de tener

y que jamás serán.
Sus caras –que tenían mis facciones–

me acusaban de haberles olvidado

para siempre, dejándoles

hechos nada en el fondo de la nada,

sin poder conocerte y alcanzarte

y amarte por los siglos de los siglos.
Señor, yo sé que tengo
en mi cuerpo robusto

la divina potencia de traerlos

desde tan larga lejanía.

¡Y los he despreciado!

Y les volví la espalda.

Y anduve mucho.
Pero esta noche

–esta noche precisamente–

de pronto me acordé de ellos.

Y una lástima intacta

fue aventando alas negras por mi sangre.

Y musité sus nombres.
...Uno se llama Alfredo, como yo. Su cabello rizado

se desvanecía

por entre las estrellas.

¡Qué bullicio en sus manos

al yo llevarle aquél perrazo rojo

que vi ayer tarde

en la juguetería de la esquina!
A otro le puse Federico;

como mi padre,

como mi abuelo…
Y una hijita de ojos vivarachos se llama ya en la nada

como mi madre…
¡Los vi, Señor!;

palpé en la noche

sus cabezas llorosas,

atormentadas

por el ansia brutal

de ser.
Terrible enfermedad la de la nada.

Removían frenéticos sus manos

de sombra, queriendo palpar

sus cuerpos doloridos, y no los encontraban.
Sus gargantas –que nunca conocieron

el milagro de un sorbo de agua fresca–

me gritaban febriles

con rojos alaridos,

porque nunca serían nada más

que nada.
Y ese caudal de gritos

crecía…, se sumaban los afluentes

de vez en vez más caudalosos

de las voces, lejanas, rotas,

de mis nietos y nietos de mis nietos.
Señor, ¿cómo oso yo

lanzarlos para siempre

en ese mar vacío y sin orillas

y sin peces para jugar?
Yo, minúsculo ser,

aniquilar como si fuera un dios

tantos y tantos

seres posibles

que sonreirían

y entonarían cánticos

de alabanzas a Ti,

su Creador, su Padre eterno,

que ya, desde que eres Tú mismo

cultivas amoroso en tus entrañas

un Paraíso –flores, nubes, pájaros…

¡Tú!– para ellos.
No es el temor a mi futuro

el que hurga esta noche en el zarpazo

que me hizo la nada:

el deseo de un abrazo musculoso,

solícito,

donde apoyar

el mío tembloroso cuando viejo,

o el ansia de una mano

–a mí infinitamente agradecida–

que seque con amor la baba

de mi boca impotente.
No es eso, no.
Esta angustia, Señor. Tú bien lo sabes,

es un puro temor de ser

robador de tu gloria;

causante

de que haya sobre la tierra

menos bocas que recen y te imploren.
Por mi culpa, Señor,

tu enorme Cielo

estará despoblado

de las caras gozosas

–resucitadas–

de mis hijos, que aunque no existan

ya tienen nombre.
¡Tu cielo!… ¡Y yo los condeno
al infierno sin fuego de la nada!
En vez de darles madre y apellido,

cierro sus bocas

para que nunca puedan respirar

ni pueda florecer en ellas

el capullo de un balbuceo

ni la fruta madura

de una palabra llena de sentido.
La noche se me ha hecho

más despiadadamente grande.

Y más sombra. Y sin embargo,

veo mis manos pálidas

manchadas de una sangre aun incolora

y virgen de latidos y de heridas

¡y me siento asesino

de eternidades!

Señor, no creas que te engaño.

Mi inquieta desazón

no es la furia silvestre de mi carne,

otro tiempo rebelde y desabrida.

NI es tan siquiera el lícito deseo

de marchar por el mundo con el alma

arropada por manos femeninas.
No es eso, no. Es otra cosa.

Algo más íntimo, más llaga.
La que hubiera podido ser

mi compañera, existe ya.

Y por el mundo alcanzará sin duda

su fecundidad y su gozo,

y hasta tu Cielo.
…Pero mis hijos

–¡que son los tuyos, Señor!–

ellos jamás ni a Tí ni a mí

podrán llamarnos ¡padre!
Yo te pido que al menos para Tí

nazcan estos hijitos míos,

que aunque no me conocen, yo los amo.
…Yo no sé cómo puedas hacer esto.

¡Que nazcan de otros hombres,

de otras mujeres!

Que sean para ellos

la alegre nueva

de un hijo no esperado.
Yo renuncio , Señor,

–y al decirlo parece

se me tornan escarcha las palabras–

sentir el roce

en mis mejillas

de las manos abiertas

–sonrisas en el aire– de mis hijos.
Renuncio

al placer de mostrarles,

teniéndoles en mis rodillas,

las horas del reloj,

el juego de escondite de la luna,

que hay unas flores que se llaman

rosas

y que todo eso

lo has hecho Tú.
Renuncio a ser el ángel de sus horas

y a ser también el caballo juguetón

que entre risas les lleva

jinetes

en sus espaldas.
Renuncio a todo… ¡pero no

a que no sean!
Tú, que das vida hasta a los muertos,

sácalos de ese no vivir

que es su vida en el vientre yermo, frío,

sin varón, de la nada.
Despiértalos, Señor,

a este mundo de estrellas

y de humildes cigarras estivales.
No me importa que nazcan idiotas.

Tú, que eres bueno,

con el Agua y la Muerte

les ceñirás la Gracia y sobrehumana

inteligencia.
Señor, no me importa ni dónde,

ni cuándo, ni de quién,

¡pero haz que mis hijos nazcan!
Y yo iré por el mundo predicándote

y bautizando

…y espiando al pasar

en todos los ojillos infantiles

un atisbo delatador

de tu Voz, Señor, que me diga

que ése es uno que habría de haber sido

hijo de mí.
Pero tengo amarga la boca.

Se me ha hecho nido

del pájaro sin alas

de la blasfemia,

que lo es, Señor, el que te pida absurdos.
Nunca esos hijos de los otros

serán mis hijos, carne de mi carne,

con un alma a la medida

de este vestido.
…De nuevo desde el fondo de la nada

he sentido encresparse

la furia del no ser

contra mí: dique

que le impido el ser gesto,

ser gozo, ser amor

y ser eternidad.
¡Señor,

en esa muda rosa de los vientos

de mi alma perpleja,

dime por dónde viene

el soplo de tu Espíritu,

que yo no sé por dónde ir!
Y tu Voz en la noche

ha sonado cercana.

Estabas junto a mí

y yo no lo sabía.
Tu palabra ha ahuyentado

la nada de la nada.

Mi alma en un instante quedó tersa

como aquél Tiberiades.
Un aire quieto, trascendente,

iluminado, rodeó

la barca sosegada de mi ser.
Parecía que un Ángel

pusiera en mis oídos

mis propios pensamientos:
Toda paternidad es tuya…

Tú sólo sabes

¡oh Señor de las algas y las brisas!

lo que desde lo eterno

has querido extraer

del lagar sin racimos de la nada.

¿Y acaso voy a ser como otro Dios

para crear

lo que Tú no soñaste?
Yo reverencio con asombro

el misterio inaudito

de Cristo Virgen.
Alabo el que Tú hicieras

a la Virgen María

una vez sólo, Madre.
Y acato

¡gozosamente!

que a mí me hayas hecho final

de mi estirpe. Señal acaso

de que estaba madura.
Vano sería

que hiciera yo girar

con huracán de desesperos

las aspas del molino

sin trigo de la nada.
Otro pan, otro vino dispusiste

para el banquete amplio de mi mesa.
Al engendrar al Verbo

–ya desde entonces–

quisiste para mí

una paternidad como la tuya;

solitaria, inmensa, alta.
Mi ruta –que trazaste inexorable

en el mapa de estrellas y de tiempos,

de mares y de almas–

es ésta:
Coger** la gente

vulgar y cotidiana

que pasa por mi lado

contando sus monedas

para el leve billete del tranvía,

mascando chicle

y leyendo periódicos,

olvidados de Ti y de sí mismos,

siendo sólo vagas figuras

de tu esquema de hombre;

cogerles y decirles

que aún tienen que nacer de nuevo

para ser Hombres como Tú lo mandas.

¡Y que voy a ser yo quien les engendre

hombres completos!
Y si apenas quisieran escucharme

ocupados en recordar

el nombre exótico

de una artista de cine,

les prenderé por la solapa

hasta injertar, como un puñal,

tu Vida

más allá de su torso

sin sol y corrompido.

Y así después, cuando en sus dedos

se haya abierto del todo

la rosa de tu Gracia

y el corazón

les suene a esquila con rocío

y el mundo les parezca nuevo,

sonará en mis oídos frescamente

la anhelada y alegre cantinela

con que me llamarán:

«Padre…Padre…Padre…»

Señor,

yo te voy a poblar el Cielo

con estos hijos de mis manos

bautistas y perdonadoras

y dadoras de Pan.

Así tu enorme casa

estará llena de los hijos

de mis hijos y nietos de mis nietos.
……………………………………………………….

Señor,

líbrame de las huecas tentaciones

del desván de la nada;

vacías marionetas del demonio

en esta noche vesperal.

Mañana, al alba,

saldré para mi gozo

y tu gozo, Señor,

a dar sobre la alfombra

el solemne paso litúrgico

que pondrá en mis fecundidades

eternas, tuyas, altas.
Publicado en:

Estría, Cuadernos de poesía, que edita el Colegio Español de Roma, Nº 5, Roma, 1953

Revista RE, Época 4, Nº 39, en Julio de 1996
Notas:
* En aquella época, antes del Concilio Vaticano II, en la ceremonia del subdiaconado, se significaba el compromiso del celibato dando un paso hacia adelante cuando el candidato era llamado.
** Término usado en España para significar agarrar, asir.