La vida está llena de idas y venidas. Algunas o muchas de ellas, son idas y venidas geográficas. Se pasa de un territorio a otro, de un continente o de un país a otro, de un lugar de la ciudad que habitas a otro barrio o sector, del espacio rural al espacio urbano o al revés…También están los desplazamientos internos, aquellos que no ocurren en el ámbito geográfico sino en el interior del ser humano. Y, en muchas ocasiones, éstos tienen su raíz en aquéllos. A veces hay regresos, otras veces, no. Pero cuando se regresa, ¿cómo regresamos?, ¿para qué regresamos?, ¿ha cambiado algo en nuestra vida, en nuestro ser, en nuestro itinerario de regreso?
En el Nuevo Testamento encontramos distintos hechos de “regreso”:
- Los Magos de Oriente, los sabios, que siguiendo la estrella encontraron a Jesús y lo adoraron, después regresaron por otro camino, alejándose de Herodes, del poder y del peligro que supondría para el niño y sus padres. Ese regreso por otro camino posiblemente menos conocido, menos transitado, era el signo de que ellos también regresaban distintos a su país. Una estrella los había guiado hasta la cueva de Belén. Ahora, ya no había estrella que los guiara porque otra luz, más interna, los habitaba y les mostraba un camino de regreso que no pasaba por los palacios y las riquezas sino por la pobreza y la humildad.
- José y María tuvieron que huir a Egipto con el niño para salvarlo de la furia de Herodes: “Muerto Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: Levántate, toma contigo al niño y a su madre y ponte en camino de la tierra de Israel, pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño. Él se levantó, tomó consigo al niño y a su madre y entró en tierra de Israel.”(Mt. 2, 19-21). Poco se sabe de cuánto tiempo estuvieron en Egipto y cómo sería su vida en tierra extranjera, pero probablemente esta etapa dejó huella en ellos. ¿Cuántas vicisitudes tuvieron que pasar para sobrevivir? En el camino de regreso a casa, además de partir con sus pocas pertenencias, llevarían el sueño de empezar una nueva etapa con el bagaje y la experiencia –seguramente no exenta de sufrimiento- que habían adquirido durante su estancia en Egipto. Algo había cambiado en ellos, en su vida.
- ¿Y cómo sería el regreso de María, José y Jesús a Nazaret desde Jerusalén, cuando Jesús a sus doce años se quedó en el templo sentado en medio de los maestros de la Ley, escuchándoles y preguntándoles? Sus padres lo habían buscado angustiados en la caravana entre sus parientes y conocidos y, al no encontrarlo regresaron a Jerusalén encontrándolo al cabo de tres días. Ese regreso de José y María a Jerusalén estaba lleno de angustia. No podía ser de otro modo. Habían perdido a su hijo, algo le podía haber ocurrido… ¡cuántas cosas no pasarían por su mente en esas circunstancias! “Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivió sujeto a ellos.” (Lc. 2, 49-51). María y José no entendieron la actitud y la respuesta de Jesús. Regresaron a Nazaret de distinta manera a cómo habían salido de allí. Vislumbraban que en su hijo había algo que ellos no alcanzaban a dimensionar, algo que les sobrepasaba.
- “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? Y levantándose al momento se volvieron a Jerusalén…” (Lc. 24, 33). Estos discípulos iban de camino hacia Emaús con “aire entristecido” como señala Lucas, pero el encuentro con el Resucitado les abre los ojos y les enardece el corazón. Tienen que regresar a Jerusalén para contárselo a los apóstoles. El camino de regreso ya no está impregnado de tristeza sino de una honda alegría. Seguro que no caminaban, volaban. Sus pies se habían liberado de la pesadumbre, iban ligeros, impulsados por esa fuerza interna que da el “haber visto y oído”.
En ocasiones regresamos cambiados, en otros momentos, no. No siempre somos permeables a lo que la realidad nos muestra. Nuestros caminos de regreso pueden ser los mismos que cuando partimos o pueden ser otros, pero ojalá algo haya cambiado en nosotros, en nuestro interior, en nuestro ser profundo. Pequeños o grandes cambios pero que, en definitiva, nos encaminen hacia la plenitud.
Texto: Lourdes Flavià Forcada
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