En una época en que se viven, y muchos sufren, las consecuencias de una crisis económica globalizada, parece casi una paradoja hablar de la pobreza como hermana. A nadie se le ocurriría llamarla así si no fuera porque la vivió, como una opción personal y radical. Tal es el caso de Santa Clara, siguiendo las huellas de quien se consideraba el poverello (pobrecito), Francisco de Asís.
Clara había nacido en Asís, de familia noble, en 1193 A sus 18 años, a escondidas de su familia y atraída por la fama y el testimonio de Francisco, fue recibida por él y los primeros frailes en la iglesia de Santa María de los Ángeles, la Porciúncula, para consagrarse enteramente al Señor. El santo la acompañó a un monasterio de religiosas. Allí sus parientes trataron en vano de convencerla para que volviera a casa. Más tarde Francisco le aconsejó que se retirara en la iglesia de San Damián, que él había restaurado unos años antes. En aquel convento vivió 42 años, casi siempre enferma, pero alegre y entusiasta, dedicada a la contemplación y a la formación en la vida religiosa de varias amigas y parientes, entre ellas su hermana Inés y su madre. De este modo empezó la orden de las Clarisas que pronto se extendería por toda Europa.
Pero no podemos detenernos en los meros hechos históricos, sino que nos sentimos impulsados a profundizar en el contenido y significado que Clara daba a la pobreza hasta el punto de llamarla «hermana». Una característica fundamental de su vida, fue su total confianza en la divina providencia, de tal modo que nunca aceptó poseer casas, campos, dinero ni otros bienes. Esto, que ella llamaba el «privilegio de la pobreza», le fue concedido en 1216 por el Papa Inocencio III.
Con la fundación de las Clarisas, ella introdujo un nuevo estilo de vida religiosa. Hasta entonces la vida de los monasterios estaba asegurada por los bienes que poseían. Además, quienes entraban en un monasterio debían llevar consigo una dote como garantía de su mantenimiento. Obviamente, su confianza total en la providencia rompía claramente este modelo. Al hacer la opción por la pobreza, ella se ponía enteramente en manos del Señor y en manos del prójimo, cuyas limosnas recibidas eran expresión palpable de la generosidad divina.
Al fundar las Clarisas quiso que se llamaran como había dicho Francisco: las «Hermanas Pobres», a imitación de Cristo pobre. Ante esta nueva realidad eclesial fue el Papa de entonces, Inocencio IV, quien aprobó y promulgó la nueva regla de vida religiosa, escrita por Clara.
La Santa había visto que Francisco, con su cántico de las criaturas, expresaba por un lado la belleza que el Señor había derramado a manos llenas en la creación y, por otro, la gratuidad con que la providencia las mantenía.
Además, la pobreza era para Clara una expresión de los propios límites, pero también una forma de comunión solidaria con quienes les proporcionaban toda forma de ayuda. Y también era signo de una pobreza aún mayor y más radical: la de no poseer personas. La no posesividad sobre los demás se manifestaba en no querer controlar, dominar ni sojuzgar a nadie, considerando siempre a todos como hermanas y hermanos, cualquiera que fuese su condición. Santa Clara y las Hermanas Pobres eran humildes, y esto les hacía sentirse muy libres y felices.
Texto: Miguel Huguet
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría
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