Con gran frecuencia se pone en la Liturgia, para estimularnos a una cristiana unidad, el ejemplo del amor fraterno. Sí; ¡Amarnos como hermanos!
Pero la verdad es que el modo cómo los hermanos carnales se quieren o menos quieren, es muy triste. Al crecer, pronto los hermanos en el seno de la familia se pelean, se distancian; cada uno hace su vida; tienen respectivos amigos que, como no, mucho les influyen y les van diversificando; toman estudios y profesiones distintas que les alejan mutuamente; tienen con frecuencia ideologías políticas diferentes y hasta son motivo de enfrentamientos; se casan y emprenden caminos divergentes, sumamente moldeados por los cónyuges de cada cual; y pueden darse entre hermanos, a la postre, grandes diferencias de nivel económico; se ven y tratan poco, muchas veces, cada vez menos; se desaman cada vez más; y al final discuten agriamente por mínimas cosas a la hora de repartir herencias… Es lamentable, pero tantísimas veces, es así.
Ciertamente, entre los cristianos se ha de dar un tipo de hermandad más alto. En las familias naturales se es hermano por el origen: ser hijos de unos mismos padres. Y los hermanos lo son sin que nadie antes les hubiera podido pedir su consentimiento para serlo. Y siguen siendo hermanos ante la ley sin que tampoco luego nadie les haya solicitado su parecer sobre si quieren seguir siéndolo. Ni la ley civil contempla la posibilidad de «divorcio» en este sentido fraternal: romper el vínculo entre hermanos. Son hermanos por la fuerza de la sangre y basta.
En cambio, en la gran familia convocada por Cristo, nos vamos hermanando libremente y llegamos a ser hermanos por nuestra finalidad común: el Reino de Dios y, escatológicamente, llegar en el Cielo a ser plenamente Hijos de un mismo Padre y copartícipes de la misma Sangre de Cristo.
También a veces en nuestro vivir cotidiano sobre la tierra, se emplea este sentido de la «finalidad» como causa de hermandad. Se dice: somos hermanos en los ideales, en la guerra, en la muerte…
Y es, desde esta proyección fraternal basada en un futuro común, que se puede mirar atrás sin odio, sin ira y hasta con mucha ternura y amor, superando todas las dificultades. Porque si no hubiéramos nacido, si no tuviéramos esos padres y estos hermanos de sangre, ahora no podríamos marchar adelante hacia una fraternidad y una filiación mayor.
Hay que darse cuenta que si tenemos hermanos mayores que nosotros, también ellos han posibilitado nuestra existencia. Pues, si ellos no hubieran existido, la vida de nuestros padres habría sido diferente y habrían quizá engendrado otros hijos, pero no «a mí», que soy fruto de un contacto concreto que, fue el que fue, solamente porque el decurso de la vida de los padres fue exactamente como fue, y no lo hubiera sido si, como indicamos, nuestros hermanos mayores no hubieran existido y sido como exactamente eran.
¡Y qué gozo sentir que esos padres de la carne y esos hermanos de la misma carne, se convierten también en hermanos nuestros en la libertad y en el Espíritu!
¡Ojalá los hermanos consanguíneos aprendan a amarse, caminar unidos, ayudarse, sacrificarse unos por otros, como caminan, se aman y abnegadamente se ayudan los que de verdad son hermanos en Cristo!
Por Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
La Montaña de San José, septiembre de 1983.
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