Hay tiempos en nuestra vida en que la esperanza es fácil. Son periodos, podríamos decir, de Navidad en nuestro corazón. Cuando uno es joven y la vida está por delante, todo es esperanza. A veces, incluso, se tiene la alegría de saber que esta esperanza se verá, con mucha probabilidad, colmada de realidades.

Pero en otros momentos, en medio del mundo, también asaltan a nuestra existencia períodos de tristeza, de angustia, de no ver la salida a situaciones conflictivas o dolorosas. ¡Cuántas cuaresmas padecemos a lo largo de nuestros días! Sabemos bien que cada año tiene un tiempo de Cuaresma. Cabría pues suponer, que estos intervalos de dolor tendrían que ser en nuestra vida, sólo tantos como años tenemos. Pero no. ¡Hay muchos más tiempos oscuros que años en nuestra edad! Con frecuencia, hasta cada día tiene su hora de pasión.

En esos tiempos de negrura en el espíritu, es precisamente cuando más necesitamos que la esperanza nos ilumine con su claridad sobrenatural. Que el Don del Espíritu estimule en nosotros la virtud teologal de la esperanza que, por tener a Dios como fundamento y objeto, no tiene límites. Así, cuanto más ejercitemos esta virtud, mejor.

Dios no cambia; es leal. Cumple siempre sus promesas. Por eso nuestra esperanza en Él, debe ser perenne, inmarchitable. Fresca y viva. Juvenil como el primer día.

Por Alfredo Rubio de Castarlenas
(Barcelona)