Un español, joven profesor de filosofía en el noroeste de México, me comunicó que, así como es sabido que a muchas personas les disgusta el hecho de tener que morir, él tenía la impresión de que eran aún más las que sentían disgusto al saber que ellas —concretamente ellas— podían no haber existido nunca. Sentían como vértigo ante el inmenso número de probabilidades de no haber sido, ya que bastaba, por ejemplo, que su papá y su mamá no se hubieran conocido o no hubieran tenido aquel fecundo abrazo de amor aquel día a aquella hora…
En un momento de renovación en la sociedad como es hoy día, mucha gente está perpleja y desubicada. Los psicólogos señalan la importancia del sentido de pertenencia para mitigar la soledad casi cósmica que algunos padecen. Pertenencia a grupos, en los cuales se participa de una identidad colectiva que cohesiona, sirve de protección y en la cual se reposa. Tener algo en común facilita las relaciones humanas, como se aprecia entre los miembros de un club de pesca o de músicos, entre médicos en las reuniones sociales o… entre paseantes de perros (sin comparar). Esto se refleja, por ejemplo, en la profusión de vistosas etiquetas y coloreados rótulos que adornan las gorras, blusas, pantalones y hasta el calzado de muchos jóvenes, amén de sus peinados y atuendos y de sus pendientes, collares, etc., con símbolos que quizá ellos mismos no entienden. Pero les distinguen de los componentes de otros grupos, de los otros. La identidad de un grupo se basa con fuerza en lo singular, en lo distinto, lo diferente y exclusivo…, lo cual, de exagerarse, puede llevar a enfrentamientos y contiendas.
Todos los seres humanos también formamos un grupo, el grupo de los existentes, el club de quienes existen, de aquellos a quienes ha tocado la «lotería» de existir —como ha dicho alguien— pudiendo no haber existido. Pero, ¿frente a quién se afirma nuestro grupo?, ¿de quiénes se distingue y nos distingue?, ¿quiénes son «los otros»? Los otros son los millones y millones de seres humanos que era posible que hubieran existido —de haber ocurrido la historia de distinta manera a como de hecho ha ocurrido— pero no existen. Y además, no podrán existir jamás pues no se dio esa única y precisa oportunidad de haber ellos comenzado a existir.
Es evidente que en esta «lotería» sólo hay ganadores, quienes existimos, y no hay perdedores, ya que quienes no existen no pueden sufrir daño ni perder nada, simplemente no existen. Sin embargo, el grupo de quienes existimos es un grupo real, con identidad común: el hecho de ser algo en vez de ser nada. Somos algo. Existimos junto a todo lo que existe. En la naturaleza, el existir no admite gradaciones ya que el grado inmediatamente inferior a existir es no existir. «Nada me falta para ser algo en vez de nada», dice con agudeza Alfredo Rubio en su poema Ser (insertar link al poema Ser: índice monográfico). Soy algo, lo cual me iguala de algún modo a todo lo existente, aún con lo inanimado: la lluvia, las galaxias…
Pero entre los seres humanos se da algo más. El ser humano es un ser vivo, y es libre, inteligente y capaz de amar. Es el único que tiene conciencia de que existe, de que existen otros como él y de que todos los contemporáneos son consecuencia de un mismo pasado. Por tanto, es capaz de captar su fraternidad con otros por el hecho común y sorprendente de existir y tener vida. Y es capaz de vivir coherentemente en ese «club» de los existentes, es decir, viviendo las características de los grupos sanos que los hacen atractivos y hacen agradable la pertenencia a los mismos: libertad, acogida, respeto a la persona, identidad grupal, cohesión, solidaridad, en fin, la hermandad existencial «nos hace más fácilmente solidarios al abrirnos a la sociedad». Solidaridad que tanto necesitamos hoy en la sociedad. Hermandad existencial que constituye un buen antídoto contra el racismo y la xenofobia que rebrotan.
¿Por qué he titulado este artículo «el club de los alegres»? Este aspecto me lo hizo ver otro joven filósofo, éste extremeño. Si nuestro existir fuera fatal, por necesidad; si el existir de cada uno de nosotros fuera necesario, no sería coherente que estuviésemos contentos por ello; simplemente, era necesario. Pero constatamos con sorpresa que no era necesario que existiéramos, que nosotros existimos en vez de los millones de seres que podían haber existido. Sorpresa y asombro que nos llevan a la alegría. Es decir, la alegría no proviene tanto del hecho de encontrarme existiendo, sino del hecho de existir pudiendo no haber existido jamás. ¿Que existimos con limitaciones, defectos y padecimientos? ¡No importa! Soy quien soy y como soy, o no existiría. Entre existir así y no existir en absoluto, prefiero existir y tengo alegría por existir. ¡Sí, el club de los alegres! Alegría que, además, no es una actitud conformista ni estéril, sino la mejor energía para mejorar esos mismos defectos de «mí y mis circunstancias».
Por Juan Miguel González-Feria
Publicado en:
Revista RE, Época 5, Nº 45, en julio de 1999.
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