Nuestra vida, podríamos asemejarla y resumirla en un día. El amanecer representaría nuestro nacer, nuestros primeros contactos con el mundo: ver el sol y la luz, oír la música y las palabras, olfatear los diversos aromas, gustar mil sabores y sentir el aire o la caricia de la madre.
A lo largo de la vida, a lo largo del día, podemos ir percibiendo estas sensaciones que se irán transformando en la base fundamental de la alegría de existir. Gracias a nuestros sentidos, nos ponemos en contacto con los demás y con todo lo que existe en el mundo.
Y el anochecer se asemejaría al ocaso de nuestra propia vida.
Nuestros sentidos son como unas maravillosas antenas que nos hacen percibir todas las cosas existentes. La mañana de cada día nos hace ser, de nuevo, niños: hace que descubramos y conozcamos cosas que antes no conocíamos o que las sabíamos de una manera distinta. Antes de nacer, por ejemplo, no existíamos y, al nacer, uno comienza a tener la sorpresa de encontrarse existiendo.
Uno se sorprende de las cosas que ve, que oye, que huele, que saborea, que siente. Este ir descubriendo cosas nuevas, nos produce una alegría maravillosa. La vida se nos transforma en una caja de sorpresas que nos entusiasma vivirla.
Los adultos hemos de aprender a hacernos como niños. A veces tan sólo nos preocupan las cosas serias de la vida y nos olvidamos de las cosas que son realmente vitales. Los niños, en cambio, son espontáneos; dicen lo que sienten, sin temor al ridículo. Desgraciadamente, los mayores hemos destrozado nuestra espontaneidad porque deseamos quedar bien delante de los demás.
Sí, no tengamos miedo de ser como niños, de ser espontáneos: siendo cada uno tal cual es, sorprendiéndonos de nosotros mismos y de lo que nos rodea. Esto nos llenará de inmensa alegría.
Por Josep Lluís Socías Bruguera
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