Toda acción conlleva una reacción, a toda causa le sucede un efecto. Esto suena muy elemental y lo es. Cuando hacemos algo por alguien, pasa de manera similar. Esperamos un “gracias” o, aunque sea, una sonrisa. Incluso, podemos esperar desaprobación si lo que queremos es llamar su atención. Las personas somos seres carenciales, necesitados. Somos dependientes ya desde el nacimiento. No nos valemos hasta que pasan varios años. Y, aún mayores, somos interdependientes. Justamente esta característica nos ayuda a la socialización. No soy yo solo en el mundo, sino yo y los otros, los otros y yo.
Jesús, en los Evangelios, da muchas claves nuevas de socialización, basadas en la horizontalidad de las relaciones humanas. La jerarquización, el poder, la instrumentalización que vivió hace dos mil años, no es muy diferente a la que encontramos en nuestras sociedades actuales. Y, justamente, sobre el esperar una recompensa por nuestras acciones, Jesús aporta una corriente de agua nueva a las relaciones interpersonales. ¡Qué mérito tiene prestar dinero a alguien que nos lo podrá pagar! Hacer un favor a alguien a quien después se lo podemos cobrar, no es hacer un favor, sino establecer una relación comercial de intercambio.
Jesús pone el acento en hacer las cosas sin esperar, ni tan sólo las gracias. La “recompensa” vendrá en otro momento y de otra manera. La recompensa está en el Cielo, pero el Cielo se puede vivir ya desde la tierra. Aquella persona para la cual hemos hecho algo, ya nos ha provocado un bien. Su fragilidad ha despertado mi posibilidad de sintonizar con ella y salir de mí. El milagro es el encuentro.
Las necesidades de un recién nacido nos hacen prestarle cuidados especiales, conectar con nuestra propia fragilidad y ponernos en su lugar. Si está llorando, ¿por qué será: tendrá hambre, frío, dolor? Yo también he pasado por ello, me encuentro constantemente en situaciones parecidas. Ante una catástrofe natural o una situación de conflicto, se despierta una cierta solidaridad mundial. En ambos casos, sabemos que el otro no puede correspondernos por aquello que hagamos. No, al menos, en el presente. Son, por decirlo de alguna manera, actos de amor “a fondo perdido”. Sin devolución.
Pero, ¿cómo conseguir que esos actos de amor sin devolución no sean sólo ante situaciones extraordinarias? ¿Cómo relacionarnos con las personas que tenemos cerca o con las que nos encontramos esporádicamente, de manera gratuita? Cuesta, porque es un ejercicio que implica pasar del egoísmo al altruismo. Del yo al otro. Sin embrago, nos puede ayudar el darnos cuenta que recibimos mucho más cuando estamos dando que cuando no damos. Y no, en términos cuantificables, medibles visiblemente, sino en términos de amor. Brindarnos gratuitamente a los demás, así sea en el acto más pequeño y anónimo, crea relaciones profundas de amistad, de compañerismo, de afecto, de interdependencia.
Romper con la inercia mercantilista de esperar reconocimiento o gratitud cuando hacemos algo, nos ayuda a romper con relaciones de poder, donde el que da es superior al que recibe. Buscar el bien de los demás “porque sí”, gratuitamente, nos hace bien a todos, nos pone en el mismo plano existencial y convivencial.
Javier Bustamante Enriquez
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