La entrañable oración del Padre Nuestro que Jesús enseñó a sus discípulos es probablemente, junto con el Ave María, la más rezada por los cristianos.
Son muchos los Doctores y Padres de la Iglesia que han contemplado y sacado de ella luces extraordinarias para la vida de fe.
La frase «hágase Tu voluntad» es tan breve que uno puede perder de vista su hondura y consecuencias.
Cuando se dice: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo», significa que en el Cielo se cumple ya plenamente lo que Dios quiere, y que en la tierra aún no. Pero ¿por qué será que en el Cielo se realiza la voluntad de Dios? ¿Por qué allá nadie le desobedece? ¿Será que en el Cielo no tienen otra posibilidad?
Las personas que están en el Cielo han sido ya liberadas por Cristo de todo pecado. Han muerto a sus egoísmos, a sus pequeños intereses. Aman intensamente al Padre y tienen una sola voluntad con Él; desean lo mismo que Él; sintonizan con Dios, libremente en el total amor. ¡Por eso es Cielo!
¿Qué hace falta para que eso mismo pase en la tierra? ¿Sería quizás necesario que Dios eliminara nuestras fallas? ¿que nos controlara con una férrea disciplina? No. Hace falta que deseemos lo mismo que el Padre, como Cristo. Que de tal modo lo amemos, que descansemos en su Providencia, y tengamos una sola libertad con Él, un querer común. Esto es obra del Espíritu Santo.
Si deseamos lo que el Padre desea, poco a poco iremos haciendo lo que Él quiere y Cristo reveló: amarnos fiel y gozosamente, de modo que toda persona sea amada por el sólo hecho de existir.
Cuando decimos «Hágase Tu voluntad» nos ponemos en disposición de tener, con el mismo Dios, un solo corazón, un solo querer, una sola libertad. Que se haga la voluntad de Dios no depende sólo de Él, que ayuda mucho. Depende también de nuestra libre libertad de colaborar con su Amor y difundirlo en el mundo.
Por Leticia Soberon
(Roma, Italia)
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