Para escuchar al otro y a uno mismo es indispensable el silencio que permite oír la palabra del otro y de nuestro interior. Escuchar proviene de “auscultare” que significa ser curioso. Que importante es tener una sana curiosidad, muy distinto de fisgonear, para comprender a nuestro interlocutor y a nosotros mismos.

Hemos empezado el tiempo litúrgico de la Cuaresma, un tiempo indicado para los cristianos para hacer reflexión sobre uno mismo y revisar nuestro ritmo de vida tan precipitado. Es tiempo de hacer una parada y preguntarse: ¿Cómo me escucho? ¿Cómo escucho a los demás? Y ¿cómo escucho a Dios? Parecen preguntas sencillas, pero dar una respuesta verdadera requiere, interiorización y sinceridad personal. También estas preguntas ayudan a valorar nuestras palabras que son escuchadas por los otros con el deseo que sean para hacer el bien a aquellos mismos oyentes.

Preguntarse como uno se escucha a si mismo, sin caer en el exceso de un egocentrismo ni narcisismo, requiere una capacidad de concentración para escuchar algo tan necesario como el latido del corazón. Requiere crear un ambiente de silencio que permite, desde la escucha, entender aquello que tu cuerpo y tu mente necesita. Cuando uno realmente escucha su latido, su respiración, su voz… descubre su ser existente.

Escuchar a los demás requiere empatía, humildad, paciencia y sobre todo no tener prisa. ¿Cuantas veces respondemos antes de que nuestro interlocutor acabe su pregunta? Para escuchar al otro también es indispensable el silencio, ya que así vamos alternando la palabra que permite el dialogo. ¡Cuantas veces los diálogos se frustran porque no hay una actitud de escucha suficiente y adecuada!

Y escuchar a Dios, que siempre habla, requiere vivir auténticos momentos de desierto. En la Biblia encontramos muchos textos que nos describen estas situaciones, por ejemplo en el primer libro del Génesis, Dios dice a Abraham: “Hijo mío escucha bien lo que te voy a decir”; en el libro del Éxodo Dios dice a Moisés: “Escucha bien el consejo que te voy a dar”; en el libro de Job le dice: “Escucha mis palabras, pon atención a lo que voy a decirte”. Estas palabras, de alguna manera, también están dirigidas a los hombres y mujeres de hoy porque nos recuerdan que Dios ha hablado desde siempre y sabemos que nos sigue hablando a través de signos, de gestos, de testimonios…

Sorprendentemente en la misma Biblia encontramos palabras de súplica que piden la escucha a Dios. Por ejemplo, en el libro de los Reyes: “Escucha la oración que te dirige este siervo tuyo”; “escucha toda súplica hecha por cualquier persona”; “escucha desde el lugar donde habitas”. En los libros de los Salmos es donde encontramos más peticiones: “Dios mío escucha mis palabras”; “Señor escucha mi causa justa”; Señor escucha mi oración”. Estas súplicas responden a las mismas realidades de siempre: sufrimiento, enfermedad, injusticias…, que hoy vivimos los cristianos y pedimos a Dios. La cita bíblica Sab 1,10 dice: “Dios lo escucha todo con oído atento; ni aún dicho en voz baja por el hombre se le escapa”. Palabras profundas que nos dan sosiego y paz porque sabemos que Dios, nuestro Padre, escucha nuestra petición, no importa hacerlo en tono bajo o alto porque, precisamente, Él conoce mejor que nadie nuestras necesidades y limitaciones. Dios escucha, en todo momento, sin interrupción, tanto nuestra petición, plegaria, gemido o lamento como nuestra alabanza o gratitud.

Aprovechemos estos cuarenta días cuaresmales para aprender a saber escuchar con atención, sin miedo y sin prejuicios, reconociendo nuestras limitaciones, con el deseo de mejorar nuestra calidad de vida, la relación con los demás y con Dios que nos escucha incondicionalmente.

Por Assumpta Sendra Mestre