Sí; resucitar es recibir una vida que viene completamente de Dios. Su soplo amoroso, el aliento que nos da una nueva manera de vivir. Pero que sea nueva, no significa que la de antes no lo fuera. Simplemente, esta es más plena y la podemos vivir aún más como puro don.
Por eso, podemos pensar que en nosotros hay cosas que ya son buenas, pero que no las hemos entregado plenamente a Dios para que Él las vivifique y las haga plenamente suyas a través nuestro. Es decir, cosas —pensamientos, comportamientos, acciones— que viven o han vivido en nosotros, pero que aún lo hacen a base de nuestras propias energías. Hay momentos en la vida que nos ayudan a plantearnos morir a vivir estas actitudes y acciones exclusivamente con nuestro estilo, para dejarlas nacer al estilo de Dios, que asumirá el nuestro en todo aquello que tiene de bueno pero lo llevará a plenitud.
Una de las cosas que podemos revisar es aquello que tiene que ver con la alabanza; especialmente con la alabanza a Dios. Seguramente entonamos muy pocos cantos de alabanza para cada una de las circunstancias que rodean nuestra vida o la de otras personas y realidades que nos interpelan y que, a menudo, no sabemos cómo encajar…
Es muy sencillo alabar a Dios cuando recibimos signos claros de su providencia, de su afecto hacia nosotros. Pero aún nos cuesta alabarlo por los “desiertos” que nos invita a vivir con la finalidad de que después conozcamos —o reconozcamos— oasis mucho más bonitos de los que ya vivíamos. Sobre todo, porque en la experiencia de desierto una de las cosas que pasa es que depuramos nuestra mirada: se limpia de visiones parciales, de egoísmos, incluso de prejuicios sobre cómo han de ser las cosas y la vida. En definitiva, se limpia de todo aquello que no nos permitía valorar adecuadamente cómo son realmente las cosas y cómo quiere Dios que sean.
No se trata, como lo hacemos a menudo, de alabar a Dios cuando ya hemos salido adelante, cuando hemos dejado el desierto atrás, sino cuando estamos metidos de lleno: con sed, sufriendo las temperaturas extremas de calor y de frío, solos, desorientados, con un paisaje que se nos hace insoportablemente monótono y tan austero que no nos queda sino arraigarnos en lo que es fundamental, indispensable para seguir viviendo.
Lo más sorprendente y significativo es que, con este cambio de actitud, podemos darnos cuenta de que, en realidad, poco más que eso necesitamos. Y que, cuando podemos abrazarlo, lo que antes era monótono, ahora explota en matices de colores y formas que nunca habíamos sido capaces de descubrir, aunque ya estaban presentes en la vida que nos rodea. ¿Quién ha dicho que la arena del desierto es de un solo color? Sólo hay que ser capaces de ver cómo juega con el sol para descubrir una gama indescriptible.
Y ya que hablamos de eso… A fin de cuentas, es cierto que el evangelio dice que Jesús fue tentado justamente allá, en el desierto, pero no olvidemos que, como dice el profeta Oseas, también es allá donde Dios puede hablar al corazón, con plena intimidad: “La conduciré al desierto y le hablaré al corazón…”. Dejémonos conducir al desierto para descubrir la vida menos visible. Pero no olvidemos: que no la veamos, no quiere decir no que exista.
Texto: Natàlia Plá Vidal
Voz: Ester Romero
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
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