Dios para unos, la madre naturaleza para otros, nos han regalado el sueño. El sueño reparador, cobijado por el mayor silencio y la mayor oscuridad de la noche.

La misma tierra bajo nuestros pies, nos ofrece su horizontalidad para el descansado olvido de nosotros mismos. Para soñar dormidos o en duermevela.

Sólo cuando una persona haya dormido profundamente y vaciado todo el pantano de sueño acumulado durante la actividad de las jornadas, es cuando se levanta renovada con ánimo prístino, con fuerzas límpidas para emprender con gozo y eficacia una nueva jornada, que es otro gran regalo que se nos hace.

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¡Pobres gallinas, las de las granjas! Les encienden muchas bombillas para que en vanos y largos periodos crean que casi siempre es de día, y así sigan comiendo y pongan más huevos. Acaban –¡cómo no!– neurasténicas, angustiadas y agotadas. Pero, claro, las gallinas son fáciles de ser sustituidas por otras. Aquellos que coman la carne de esas gallinas «explotadas», que se venden manipuladas en croquetas, etc., ingerirán las toxinas que ellas produjeron en su insomne vida. Y es posible que los comensales de esa vianda se tornen también más angustiados.

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Tenemos un país lleno de personas con sueño atrasado. Muchas acumulan ingentes pantanos de sueño (¡no sueños!) desde su juventud, o niñez quizás: los colegios, los estudios exigentes, el trabajo extra necesario para sobrevivir, las preocupaciones y discusiones familiares y el anhelado ocio y fiesta que se saca –a falta de otras– de las horas de dormir.

Hay luces en las calles, en los anuncios de neón multicolor y cambiante, en las casas, en los espectáculos. La televisión funciona toda la noche… Y nos levantamos por la mañana ajados y cansados y con mal humor. Vivimos como en una gigantesca granja que nos confunde el día y la noche, y vamos impregnándonos de sueño no vaciado que invade todos nuestros entresijos y células.

La mente, sin su debido reposo, nos hace susceptibles, agresivos, sarcásticos, inalegres, y nos nace un profundo egoísmo que en el fondo, sólo es deseo de paz, silencio, reposo y posibilidad de quitarnos todo el stress acumulado en nuestro yo.

Y eso no ocurre a uno o a unos cuantos. Somos casi todos los zarandeados por los frenéticos medios de comunicación y los modos modernos (y anticientíficos) de vivir. Somos tantos, que formamos –puede decirse– una nación insomne.

Las consecuencias…

Para evitarlas, yo me atrevo a aconsejar a mis conciudadanos: ¡dormid!, ¡dormid!, hasta vaciar del todo esos pantanos que nos obnubilan con sus emanaciones.

Además, «dormirse» es un hermoso acto de humildad y de confianza en los que nos rodean. Ciertamente, no somos dioses siempre insomnes. Tampoco es bueno estar permanentemente en una especie de vela defensiva, como quien considera posibles enemigos entre los de nuestro entorno. Si bien dormimos, ganaremos en paz, en gozo, en armonía colectiva. Pasaremos a ser no sólo una nación despierta, sino gozosa y fecundamente bien despierta gracias a haber usado correctamente este maravilloso don de relajarnos abandonados confiadamente en el sueño, insustituible y reparador.

 

Texto: Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Voz: Claudia Soberón

 

Música: Manuel Soler, con arreglos en interpretación de Josué Morales

 

Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza