Antes de empezar esta meditación quisiera comentar el logo del Año Santo, que es un compendio teológico de la misericordia y de su lema: “Misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36), el cual nos pide no juzgar y no condenar, sino perdonar y amar sin medida (cf. Lc 6,37-38). Este logo –obra del jesuita Marko I. Rupnik- muestra a Cristo que carga sobre sus hombros al hombre extraviado, indicando su amor que lleva a término con la redención. Representa al Buen Pastor que con extrema misericordia carga sobre sí a la humanidad, pero sus ojos se confunden con los del hombre. Cristo ve con el ojo de Adán y Adán con el ojo de Cristo.
Este logo nos ayuda a entender mejor las parábolas sobre la misericordia –la oveja perdida, la moneda extraviada y la del padre y los dos hijos (cf. Lc 15,1-32)-. En ellas Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta que no se haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia. En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo lo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón.
Jesús afirma que la misericordia no sólo afecta al obrar del Padre, sino que se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos. Por esto, estamos llamados a vivir en misericordia porque a nosotros se nos ha aplicado misericordia. El perdón de las ofensas es la expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir. ¡Qué difícil es muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Apartar de nosotros el rencor, la rabia, la violencia y la venganza es la condición necesaria para vivir felices. Dice san Pablo: “No permitáis que la noche os sorprenda enojados” (Ef 4,26). Y Jesús ha señalado la misericordia como ideal de vida y como criterio de credibilidad de nuestra fe. “Dichosos los misericordiosos, porque encontrarán misericordia” (Mt 5,7) es la bienaventuranza en la que hay que inspirarse durante este Año Santo.
Como se puede notar, la misericordia es la palabra clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros. El amor nunca podrá ser una palabra abstracta; es vida concreta. Como ama el padre, así aman los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los unos con los otros.
La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su vida pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes. Nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. Por una parte, la tentación de pretender siempre y solamente justicia ha hecho olvidar que se trata del primer paso, necesario e indispensable. Por otra parte, es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Sin el testimonio del perdón queda sólo una vida infecunda y estéril. Ha llegado de nuevo para la Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de la debilidades y dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza.
San Juan Pablo II, en su segunda encíclica Dives in misericordia (Dios, rico en misericordia), hacía notar el olvido del tema de la misericordia en la cultura presente: “La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia (…). En la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes –sigue diciendo san Juan Pablo II- guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios” (n. 2).
El mismo Papa motivaba la urgencia de anunciar y testimoniar la misericordia en el mundo contemporáneo: “Ella está dictada por el amor al hombre (…). El misterio de Cristo (…) me obliga a proclamar la misericordia como amor compasivo de Dios (…). Ello me obliga también a recurrir a tal misericordia y a implorarla en esta difícil y crítica fase de la historia de la Iglesia y del mundo”. Y sigue diciendo: “La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora”(13).
La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de todas las personas. En nuestro tiempo, el tema de la misericordia exige ser propuesto una vez más con nuevo entusiasmo y con renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que viva y que dé testimonio de la misericordia en primera persona. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre.
La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de uno mismo, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por esto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. Dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia.
Queremos vivir este Año Jubilar a la luz de la palabra del Señor: Misericordiosos como el Padre. (cf. Lc 6,36) Es un programa de vida tan comprometedor como rico en alegría y en paz. Para ser capaces de misericordia debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.
La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación y el ser humano es viator, (caminante), un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada. Para llegar a la Puerta Santa en Roma y en cualquier otro lugar, cada uno deberá realizar también una peregrinación. Esto será signo de que la misericordia es una meta por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio. Entonces la peregrinación será estímulo para la conversión: atravesando la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás, como el Padre los es con nosotros.
El Señor Jesús indica las etapas de la peregrinación para alcanzar esta meta: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados: perdonad y seréis perdonados (…). Porque seréis medidos con la medida que midáis” (Lc 6,37-38). Ante todo, dice Jesús no juzgar y no condenar. Los hombres con sus juicios se detienen en la superficie, mientras que el Padre mira el interior. Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerle al descrédito. No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por nuestra presunción de saberlo todo. Pero esto no es todavía suficiente para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar y dar. Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo recibido de Dios.
Así pues, misericordiosos como el Padre es el “lema” del Año Santo. En la misericordia tenemos la prueba de cómo Dios ama. Él da todo de sí mismo, por siempre, gratuitamente y sin pedir nada a cambio. Viene en nuestra ayuda cuando lo invocamos. Es bello que la oración cotidiana de la Iglesia se inicie con estas palabras: “Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme” (Sal 70,2). Este auxilio es ya el primer paso de la misericordia de Dios hacia nosotros. Y su auxilio consiste en permitirnos captar su presencia y cercanía. Tocados por su compasión, nosotros llegaremos a ser también compasivos con todos.
Leer 1ª meditación – Introducción
Por P. Miguel Huguet
Retiro en el Santuario de Cristo Flagelado
Coaniquem
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