Cosa muy importante para que la esperanza cristiana sea verdadera, es esperar no cualquier cosa, sino aquello que nos ha sido prometido por Dios. Aquellos bienes y dones que Él nos concede en su Providencia.
Uno puede poner sus expectativas en cosas o acontecimientos que cree convenientes para el diario vivir, pero a veces todo ello es muy ajeno a la Revelación. Si no se cumplen nuestras expectativas, vendría fácilmente el desencanto y la frustración. ¡Qué gran error!
Pero entonces, ¿qué es lo que realmente esperamos con la virtud teologal de la esperanza?
La esperanza cristiana tiene muchas dimensiones y se expresa en diversas formas. Una de ellas, es ésta: Dios promete que, por Jesucristo, podemos estar libres del yugo del pecado.
En la vida humana, aun en la de los creyentes, aparece a veces como invencible el peso de las ambiciones, la envidia, el rencor, el deseo de poder, los vicios, el odio, la frivolidad. Todo esto entorpece la convivencia y la paz, y obstaculiza nuestra amistad con Dios, puede retrasar la plenitud del Reino. Aquilatamos muy tangiblemente, nuestra propia impotencia para que desaparezca el pecado de nosotros y de nuestro alrededor.
Pues bien, de esto precisamente, nos libera Jesucristo. Él es el Salvador, y gracias a Él es realmente posible el Reino de Dios aquí y ahora: que las personas se amen, se acepten mutuamente con sus respectivos límites, que haya perdón, solidaridad; que los amigos sean fieles, que amemos incluso a nuestros enemigos.
Salvarnos del pecado, a Cristo le costó su sangre. Dio su vida para quitar el pecado del mundo; para que sea posible el amor y la amistad con Dios, y entre los hombres.
Sin embargo, nuestra salvación no se produce mecánicamente. El Señor nos pide un paso personal de libertad para querer acogernos a esa salvación. Nos pide que nos convirtamos en Él. El Bautismo es prenda real de esa liberación, pero cada uno debe abrirse a esa Gracia, de modo cada vez más consciente y libre. Lo que ocurre es que la libertad humana es lenta. Requiere tiempo.
No utilicemos, pues, la esperanza cristina para confiar en nuestros propios proyectos, deseos o ansias. Confiemos, sí, plenamente en las promesas que ha hecho el Señor. Y confiemos, precisamente porque es Él quien lo ha prometido. Y Él es bueno y es fiel.
Estemos alegres. Ciertamente ya estamos participando de las promesas de Dios. Confiemos en esas palabras de Cristo: «Ánimo, yo he vencido al mundo». Y, como Él, estemos abiertos a dar también la vida, por amor.
Por Juan Miguel González Feria
(Salamanca)
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