Es propio de los niños vivir en medio de fantasías e ilusiones; la vida se ve en gran medida acomodada a los propios deseos. Se puede tener mayor o menor confianza en el futuro, según las circunstancias de cada uno, pero la ilusión (esperanza con poca seguridad de realización) es la nota general de la infancia.
Con el crecimiento, se descubren más a fondo las realidades, la entraña no siempre agradable de muchas situaciones. Este «desengaño» o «des-ilusión» parece ser, según algunos, el final de un proceso para alcanzar la maduración.
Pero no es así. La persona adulta que crece armoniosamente aprende a ver la vida sin deformarla, y por eso mismo da un paso más allá de la desilusión: descubre en la misma entraña de la realidad y de las personas, su semilla de futuro. Sus posibilidades de desarrollo, su potencia de mejoramiento. Por eso puede seguir teniendo esperanza y trabajar guiada por ella.
Si esto es así en la vida natural, ¡cuánto más si confiamos en la presencia providente de Dios en la mismísima entraña de la vida humana!
María de Nazareth si que es la mujer llena de esperanza, no por ingenuidad ni por infantilismo, sino por adultez.
Luego viuda ya, a las puertas de la vejez, ha vivido una larga amistad con Dios. Confía en Él de modo total después de haber sufrido -y quizás por ello- inmensamente entregando a su Hijo al que dio la vida por puro amor. Y ¡le ha visto morir!
Por esto María no es ingenua. Y a pesar del Viernes Santo es la única que, el Sábado Santo, conserva la certeza firme de que la Cruz no es un fracaso. Sabe que todo está en manos del Padre y eso la llena de paz y esperanza clara. Atisba ya en el aire, el Amor de la Resurrección, y abre sus brazos en una fiel y luminosa espera.
Por Leticia Soberón (México)
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