En este mundo el presente es algo tan fugaz, tan breve, que se nos escapa continuamente de las manos. Es como una frontera, que se desplaza a su largo continuamente y va convirtiendo el futuro en pasado. Cuando uno viaja en automóvil, va viendo que el paisaje que se acerca y que desearía ver con detalle, pasa enseguida atrás y casi no lo percibe en el momento que está ante sus ojos.
Dada esa fugacidad para asentarse de alguna manera en el tiempo, la persona humana tiene sólo como posibles alternativas instalarse en el pasado o en el futuro. Quien se sitúa en el pasado es un nostálgico: se vuelve pasivo, inoperante. Quien por el contrario se instala en el futuro, se vuelve ambicioso, insaciable y muchas veces vano. ¿Qué hacer pues, si en este mundo el presente casi no existe y el instalarse en las otras dos dimensiones es tan estéril como disgregador para la persona? ¿Existe algún modo de construir presente?
Sabemos que la eternidad es sólo presente. Y así como en un estanque se refleja el cielo, en la buscada soledad y silencio personal se refleja la eternidad de Dios. Vivir la soledad y el silencio con Dios Padre, es instalarse en la eternidad. Es el único modo de zafarse de la avalancha, del torrente del paso del tiempo que nos puede arrastrar sin sentido. La persona que sabe estar largos ratos en soledad y en silencio, aprende a contemplar su realidad cotidiana con paz y sosiego: su espíritu se mantiene joven. Sólo así puede asumir el pasado porque ya lo ha re-visto. Sólo así está en condiciones de construir el futuro, porque ya lo ha pre-visto.
Ese es el único anchuroso presente. Al «bajar de la soledad y el silencio», llevamos un trozo de aquél en medio del tiempo y ese es el auténtico presente: el Reino de Dios acá en la tierra, la Iglesia. Es un presente permanente, que se asienta sosegado entre el pasado y el futuro, y todo lo ilumina con renovada claridad.
Por Jaume Aymar (Barcelona)
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