Cuando hemos probado la libertad de sentirnos amados por Dios tal y como somos, qué ganas de encerrarnos con llave en nuestra habitación, como dice el Evangelio, ya que es la manera de liberarnos de las esclavitudes del mundo y estar sanos y salvos.
Cuando nos pregunten: “¿qué haces hoy de cinco a seis?” Ya podemos responder: “he quedado con Dios Padre”. Entonces, ni la tentación revestida con cara de bondad, nos podrá estorbar. Tentación que, a menudo, viene disfrazada así, con cara de cosas buenas que hay que atender y hacer, gente que nos necesita para ser escuchada, que llaman para que les ayudemos a resolver lo que viven, que piden limosna porque tienen hambre, necesidad de amor, de hogar, de vestido… El bien nos tienta para no hacer lo que es óptimo, que es subir al Padre. “Mujer, déjame, que aún no he subido al Padre” –le dice Jesús a María Magdalena una vez resucitado–. Primero hemos quedado con Él, porque en Él paladeamos la libertad plena.
En Dios y con Dios podemos entrar de lleno en el corazón de Cristo, el único lugar del mundo donde Dios Padre está presente: el sagrario de Dios es el mismo corazón de Cristo. Estando allí, vislumbramos el mundo con otros ojos.
Recuerdo una montaña cercana a mi pueblo. La llaman la Atalaya. Nunca antes había caído en la cuenta del porqué de su nombre. Ahora percibo que, desde esta montaña, la Atalaya, que tantas veces he subido, se puede captar una amplitud de paisaje, de regiones, inmensa. La gran Atalaya de Dios es el mismo corazón de Cristo. Desde él, podemos ser atalayas de Dios, podemos vislumbrar el mundo y ver las necesidades humanas para después atenderlas. Pero no al contrario. Porque si las miramos desde el valle, no tendríamos la distancia necesaria como para percibir lo que realmente nos ayudará. Si estamos metidos en medio, quedaremos ofuscados por las frivolidades del mundo, deslumbrados y cegados por las prioridades, sin tener en cuenta la belleza que desde la Atalaya podemos contemplar. Nos perderemos la buena vista, la vista de la belleza de Dios. Porque Dios, al contemplar el mundo, contempla la belleza de cada cosa creada y se complace con cada criatura suya. Si vislumbramos el mundo desde la Atalaya, sabremos complacernos también en cada una de las personas que lo habitan.
Por Josep Lluís Socías
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