Dios nos llama a que seamos santos. Y el primer paso para caminar hacia la santidad es reconocer con humildad lo que uno es. La humildad no significa que hemos de menospreciar nuestra forma de ser, o considerarnos inferiores a lo que somos. Ser humildes es reconocer y aceptar la condición de nuestro ser, que es frágil y limitado.
La necesaria humildad óntica -humildad del ser- es reconocer que no somos «dioses» y aceptar gozosamente que somos unos seres limitados, que antes de nuestro engendramiento no existíamos, más aun que podíamos no haber existido (por ejemplo si nuestros padres no se hubieran conocido); ahora estamos siendo pero que un día, más o menos lejano, dejaremos este mundo, siendo la mera razón impotente para saber con certeza nada más. Agradecer este don de existir como seres humanos -pues es nuestra única posibilidad de existir- nos abre a la alegría de vivir e incluso nos lleva a asumir y tratar de superar gozosamente nuestras limitaciones y defectos, así como potenciar nuestras cualidades. Este agradecimiento nos invita también a la aceptación existencial de todos aquellos acontecimientos y personas que han posibilitado que nosotros existamos, lo cual no quiere decir que justifiquemos éticamente lo que pudo haber de malo en sus actuaciones.
La humildad óntica ayuda también mucho a reconocernos como posibles pecadores. Así no es sorprendente comprobar que los Santos habidos a lo largo de la historia de la Iglesia, confiesan compungidos sus pecados. Porque cuando uno reconoce sus límites, descubre la facilidad para pecar. Por el contrario, cuando el hombre no quiere reconocer la limitación de su ser y se cree una especie de semidiós, hace de sí mismo la norma de todas las cosas y se cree capaz de disponer de su persona, de los demás y del mundo según su conveniencia; cree que nunca hace nada mal, puesto que no es propio de un ser absoluto pecar.
Santa Teresa afirma que la humildad es la verdad. Esa verdad que vamos descubriendo por la experiencia, por la vida y sobre todo por la revelación de Jesús. La humildad de sentirse pecador es el principio de la santidad. Saber pedir perdón, es abrirse al don de Dios, fuente de toda santidad.
Donde hay claridad hay esperanza. En nuestra Señora de la Claraesperanza tenemos la esperanza de llegar a ser santos, porque podemos encontrar la claridad de la humildad óntica; o sea, la humildad de nuestro ser limitado.
Por Jordi Cussó y Francesc Viñas (Barcelona)
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