¿Qué nos dicen los Diccionarios sobre la fe? ¿Cómo la definen?
El Diccionario de la Lengua dice: “Creencia basada en el testimonio ajeno. Virtud teologal que nos hace creer lo que Dios dice y la Iglesia nos propone”.
El Diccionario Espiritual, por su parte, nos dice que la fe es la virtud que constituye el fundamento de toda la vida cristiana.
En nuestro entorno es frecuente encontrar parejas con hijos que, siendo ellos creyentes practicantes, se lamentan de la aparente o decidida indiferencia de sus hijos hacia esas creencias y prácticas religiosas. Esto puede generar una extraña desazón en los padres, manifestada con una inquietante pregunta: ¿Sabemos transmitir nuestra fe a nuestros hijos? Esta pregunta podría transformarse con el simple cambio de una palabra. ¿Podemos transmitir nuestra fe a nuestros hijos?
En los Evangelios, sobre todo en los sinópticos, encontramos que la fe comporta siempre una total confianza en Jesús. Así, los que manifestamos nuestra fe, nuestra creencia, debemos irradiar confianza en Jesús. Recogiendo de nuevo la definición vista anteriormente, podemos concluir diciendo: “La confianza en Jesús constituye el fundamento de toda la vida cristiana”. ¿Podemos contagiar nuestra confianza?
Por lo general, asociamos a quien tiene fe el adjetivo de creyente. Así, en nuestro lenguaje común, un creyente es alguien que cree en Jesús de Nazaret. Pero si nos salimos un poco de nuestros parámetros cristianos, la palabra creyente tiene otros significados que no siempre se relacionan con una fe religiosa. Evidentemente, no es eso lo que nos interesa a nosotros. Nuestra fe, nuestra confianza en Jesús, nuestro vivir como creyentes, queda limitado a ese espacio reservado al cristianismo. Según Rahner, para nosotros creer significa adhesión a la fe cristiana y a los dogmas cristianos. Identificamos la fe con la fe en Jesucristo, en su mensaje, en su resurrección y en su divinidad.
Por otra parte, siempre se ha considerado que la fe es un don de Dios, no un logro o descubrimiento humano. Nuestra fe presupone que ya tenemos aceptado y digerido el hecho de que Dios existe y nos proporciona la fe. La tradición en la Iglesia, las relaciones familiares, la presencia de gente buena en nuestro entorno, pueden ser elementos básicos por los que nuestro espíritu se muestra propicio a recibir la fe. Es decir, la influencia exterior es un excelente caldo de cultivo para recibir y aceptar (o rechazar) la fe. Pero en el trasfondo de todo este proceso está la suprema voluntad de Dios. Tener fe sería tener la aquiescencia y el apoyo de Dios.
Quedó antes una pregunta sin respuesta. ¿Podemos transmitir nuestra fe a nuestros hijos? Dicho de otro modo, ¿podemos conseguir que Dios proporcione el don de la fe a nuestros hijos?
Corremos el peligro de considerar como elemento básico de esta transmisión de la fe, el hecho de que nuestros hijos practiquen los mismos ritos cristianos que nosotros practicamos. ¡Que vayan a misa! Ciertamente, nada hay de malo ni censurable en esa actitud. Pero quedaría vacía si nos diéramos por satisfechos con ella. Más que en los gestos, en la asistencia o ausencia, miremos las actitudes. La sensibilidad ante el dolor ajeno; la sensibilidad ante la injusticia social; la insensibilidad ante la corrupción que nos rodea; la insensibilidad ante la crueldad del mundo laboral… La desinteresada colaboración con grupos y movimientos de ayuda… porque allí está Dios. Y puesto que allí está Dios, fácil es que un día tropiecen de cara con Él, lo reconozcan y lo integren en su persona y en su vida. Y, a partir de ese momento, podrán ser ejemplo vivo de una persona de fe. Agradezcamos ahora al Diccionario de la Lengua Castellana la definición que nos hace de la fe: “Creencia basada en el testimonio ajeno”.
Aquí tenemos la gran respuesta a nuestra pregunta, a nuestra inquietud. Nuestro testimonio, nuestra vida, nuestros actos y palabras son un excelente vehículo de transmisión. La intensidad, profundidad y sinceridad con que sea captado, allanará el camino al don de Dios.
Por último, cabe aquí recordar a santa Mónica, madre de san Agustín, angustiada por la actitud increyente de su hijo, pidiendo consejo para corregir aquella situación. La respuesta que recibió trasciende al tiempo y al espacio y la podemos hacer propia.
“No le hables a Agustín de Dios. Háblale a Dios de Agustín”.
Por Eduardo Romero
Deja tu comentario