Con frecuencia asociamos la fiesta de Todos los Santos a la fiesta de los difuntos. No es un error, ya que la vida y la muerte son una unidad. Vivir, significa morir. Sabemos poco de lo que será nuestra vida, pero una cosa es segura: todos moriremos algún día. Sin embargo, nos cuesta aceptar esta realidad. Hablamos de la muerte de una manera abstracta, pero, de hecho, la muerte no existe. ¡Lo que existe es mi muerte, tu muerte!
También existen malentendidos con respecto a la vida eterna: ¡ésta no comienza después de muertos! La vida eterna, que Dios nos ha prometido, comienza desde el primer día de nuestra existencia. ¡Estamos inmersos en ella! Se trata de una vida que incluye morir y resucitar. Dios nos invita, sin cesar, a travesías, a transformaciones. La muerte física es una de ellas.
Las travesías, las transformaciones, conllevan frecuentemente sufrimientos. Y no sólo para las personas implicadas, sino también para su entorno. En la Pascua judía, el pueblo de Israel hace memoria del paso de la esclavitud a la libertad. Entre dos vidas, hay un desierto que es árido. En este desierto, hay momentos difíciles, sufrimientos, dudas, arrepentimientos, nostalgias. Es normal.
Creo, profundamente, que Dios nos invita a travesías para nuestra alegría, para nuestra felicidad. Con frecuencia, nos quedamos fijados en el pasado y en las dificultades del presente. Florin Callerand, fundador del monasterio La Roche d’Or, en Francia, decía: «¡La muerte no es una catástrofe! Todo queda hacia adelante». No olvidemos que, en cada travesía, Dios nos invita a resucitar.
Sin negar ni minimizar el sufrimiento de la muerte, podemos creer que morir no es únicamente un sufrimiento, sino, como decía Alfredo Rubio: morir también es una fiesta.
¡Es por ello que la Iglesia festeja a los difuntos!
Por Pauline Lodder
Deja tu comentario