La presencia de Dios en Jesús, el Cristo, es una gran lección para nosotros, sea interpretada de una u otra manera por las escuelas teológicas.
Si el hombre ha de ser imagen de Dios, imitador de Dios con todas las analogías que se quieran, ha de imitarle también y principalmente en lo de la encarnación por amor.
Hay una tendencia espiritualista –que se cree óptima– precisamente de lo contrario: de desencarnación, de huida del mundo, de evasión de las cosas, de «espiritualización»; de ir y quedarse en el desierto del platonismo (menospreciando «la jaula» en que está presa en esta vida, el alma); de angelización. Se cree que, en vez de «seguir a Cristo», hay que «salirle al encuentro» en sentido contrario. Incluso con el Padre mismo se piensa esto. Es verdad que si Dios se encarna, nosotros hemos de divinizarnos, pero esa divinización se alcanza siguiendo a Cristo, muriendo y resucitando con Él, pero no «yendo en dirección contrapuesta»
Consecuencia de todo esto es que con Jesús hemos de encarnarnos en las cosas, en los problemas, en la historia, en el mundo. No podemos continuar la obra de Cristo «desencarnándonos». Hemos de estar, en el buen sentido de la palabra, «comprometidos», no evadidos. Somos discípulos, seguidores y apóstoles de Cristo. No gente independiente de Él, que «se cruzan» con Él, siguiendo caminos con opuesto punto cardinal.
Siendo la Encarnación un dogma tan central en el Credo de la Iglesia, cuando se sacan consecuencias del Evangelio para la «vida espiritual», resulta que, incomprensiblemente, se habla de desencarnaciones, huidas del mundo, evasión al desierto, etc.
Claro está que Jesús se fue al desierto y se retiraba a orar, pero esto era para, tomando fuerzas por su oración con Dios Padre, volver para seguir desarrollando las consecuencias de su encarnación. Tanto que, por su «compromiso» y su plenitud en la caridad –que le hizo el hombre más feliz de este mundo–, esta encarnación le llevó, lejos de evadirse, a ofrecer su vida por los demás.
Por Alfredo Rubio de Castarlenas
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