El cristianismo ha asumido, iluminándola desde la plenitud, la parte de la Biblia de los judíos e israelitas. Es decir, nuestro Nuevo Testamento descansa sobre el Viejo.
Así, también, se pueden y se deben tomar como propias, todas aquellas actitudes de ese gran pueblo judío-israelita que sean en verdad compatibles con el Amor que el Espíritu Santo nos otorga.
El mismo Cristo dijo: Yo no he venido a derogar la ley ni los profetas, sino a cumplirla hasta su última tilde.
¡Y hay tantos tesoros en esa Historia de la Salvación! Aquellos pueblos descendientes de Jacob, expresaron algunas de sus preocupaciones y creencias proyectándolas en una pantalla «de los orígenes»; tal como haría luego el Apóstol Juan, proyectando las suyas en un lienzo escatológico, de los «últimos tiempos». Y el «Génesis» nos cuenta que Dios, después de crear el Universo y al mismo ser humano, descansó el séptimo día, el Sábado. Los cristianos a continuación, en el primer día de la semana, celebraban la gran fiesta de recordar la Resurrección del Señor. Jornada que venía estando dedicada al Sol, como el lunes a la Luna, el martes a Marte, el miércoles a Mercurio, el jueves a Júpiter, el viernes a Venus y el mismo sábado a Saturno. Ya los primeros cristianos lo rebautizaron con el nombre de «día del Señor», que eso quiere decir «Domingo». Es congruente, pues Cristo es el verdadero Sol del Espíritu.
Pero todo esto no anula la profunda significación del sábado judío.
Todos los domingos del año son, ciertamente, reflejo de ese gran Domingo de la Pascua de Resurrección. Por ello, la Liturgia Dominical católica pasa habitualmente por encima de toda otra celebración de Santos o conmemoraciones.
Igualmente, todos los sábados deben ser para nosotros, reflejo también del profundo Sábado de la Semana Santa.
Día en que «todo estaba concluido». El cuerpo de Cristo puesto con amor en la tumba, en espera de Resucitar.
María, la dolorosa al pie de la Cruz aquel viernes anterior –el más trágico del mundo– y que tuvo al atardecer a su Hijo muerto y lacerado sobre sus rodillas, descansa ahora serena en ese sábado, que es su propia tumba de soledad y silencio, pero siendo la única llama encendida en ese día de «Clara Esperanza» que hubo en la tierra. Ella sabía, sin duda alguna, que su Hijo Resucitaría al tercer día, vencedor y glorioso para siempre.
Y prepara su corazón y toda la casa del Cenáculo para acogerle como bien se merece.
También nosotros, cristianos, hemos de «celebrar», por tanto, el sábado, que ha de ser un día de sosiego, de descanso cultural y religioso y de todo ajetreado quehacer temporal. Un día de trabajo y decisiones, precisamente, para preparar nuestro espíritu acompañando a María solitaria. Y así poder conmemorar y vivir, en el Domingo, el gran acontecimiento del triunfo de Cristo sobre el pecado, el mundo y la muerte.
El Domingo no margina el Sábado. ¡Este día debe ser la mejor preparación para la bullente alegría del Domingo! Vivamos en profundidad con María todo lo que significa «de remanso y oración» ese día sabático, para acceder con ánimo más límpido y lleno de paz a la alegría festiva del banquete Eucarístico dominical.
Por Alfredo Rubio de Castarlenas
Voz: Claudia Soberón
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
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