Es un esperar sabiendo que no es vano este esperar lo que se anhela. ¿Y cómo sabremos que no es mera ilusión nuestra espera?
Si confiáramos que los seres humanos ¡tan limitados siempre! fueran ellos mismos la garantía de aquello que nos prometen, entonces sí que se comprende que nuestra esperanza dudara, flaqueara o, a la postre muchas veces, tristemente se desvaneciera.
En cambio san Pablo nos dice rotundo: Sé de quién me fío. Del Señor Jesús.
De Jesús y de la cointercesión de María ¡claro que podemos fiarnos! De ellos, más que de todas las gentes del mundo reunidas.
Pero… lo que no tenemos que ser nunca, es norte de nosotros mismos, poniendo nuestros deseos y afanes en cosas que nos apetecen pero que no son acordes con nuestro verdadero bien, con nuestra salvación.
Si además de tener lo necesario, quisiéramos hacernos ricos para poder gozar a nuestro capricho de esta vida, incluso a costa de pisotear los derechos de otros, seguramente no seríamos oídos en nuestra falsamente esperanzada oración. Peor aún, si Dios permitiera que obtuviéramos lo que pedimos ya que lo solicitamos, pues el obtener lo deseado se trocaría en nuestro quebranto.
Pidamos en cambio a Dios lo que, de verdad, sea bueno para nosotros. Podemos sin miedo entusiasmarnos con ello aunque todavía no sepamos qué es lo que Dios nos concederá. Seguro además, que lo que sea bueno para nosotros (aunque nos guste más o menos o lo veamos dificultoso o no) también será bueno para los otros y para la Gloria de Dios.
Así… ¿qué podemos pedir?, ¿en qué podemos laborar entre tanto? ¿Cómo sabremos con certeza lo que nos será óptimo?
Nadie lo conoce mejor que Dios. Abandonémonos pues en Él. Tú lo sabes todo exclamó el Apóstol Pedro. Y Tú sabes que te amo.
Dios que es infinito Amor, nunca defraudará la confiada esperanza puesta en Él y nos dará los frutos de la misma: la Paz y la Alegría.
Pidamos a Nuestra Señora de la Claraesperanza que nos infunda el don de este esperar en Dios Padre, pues Él nunca falla y siempre nos dará de un modo u otro –y con sobreabundancia- nuestro bien real. Basta sólo que nos centremos en amar, incluso a los enemigos. Donde no hay amor no cabe la esperanza.
Por Alfredo Rubio de Castarlenas (Barcelona)
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