Todo tiempo está habitado por Dios y nos ha caído en suerte vivir en unos momentos radicalmente apasionantes dentro de la historia del mundo. O amamos el tiempo en el que nos toca vivir o lo perdemos irremediablemente, perdiéndonos también a nosotros mismos. Amar profundamente el mundo en el que uno vive es algo necesario y deseable en toda persona viviente, pues cada época es la única posibilidad que existe para cada uno. Desde el plano objetivo hay certezas de que este momento presente encierra realizaciones y posibilidades de un interés extremo, más ricas que las de otras muchas épocas pasadas. Si bien es verdad que el mundo, el de todos los tiempos, está lleno de las huellas de Dios, el mundo presente ofrece peculiaridades inéditas que no se han dado en tiempos anteriores; exceptuando un particular momento, dado en una época muy lejana, que ahora parece estar produciéndose de nuevo.
El mundo es incandescencia de Dios. Él se encuentra debajo, alrededor y a través de todas las cosas. Dios está dentro de lo que sostiene la vida humana. La famosa afirmación de san Pablo de que Dios es Aquél en el que “vivimos, nos movemos y existimos” (He 17,28), nos hace entrar en una comprensión de Dios como Presencia transformadora. El Dios de la trascendencia es al mismo tiempo Aquél tan presente en la vida que, a través nuestro y en nosotros, nos capacita para liberarnos de los aspectos opresivos de la realidad que impiden brillar su luz. Él está más cerca de nosotros que nosotros mismos, como ya dijo san Agustín, y esta Presencia transformadora es lo que permite a la humanidad, hombres y mujeres, caminar hacia el más allá de donde estamos, haciéndonos avanzar en aquello que más verdaderamente somos, hacia nuestra más auténtica realización. Y para ello, hay que aprender a separar lo que es necesario y vivificante de lo que es engañoso y violento. Dios, creador de la vida, es al mismo tiempo el Dios de las posibilidades. Dejarse transformar por Él es abrazar a Dios como Aquél que está más cerca de nosotros que nosotros mismos, pero también como Aquél que es fuente de vida, aliento, soplo renovador y posibilidad de todo lo existente y de todo lo por venir.
(Fragmento del libro Rabbuní, p. 174-175. Edimurtra: Barcelona, 2010.)
Por Manuela Pedra
Voz: Claudia Soberón
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
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