¿Por qué me hice sacerdote? Ante todo, por la inmensa, desconcertante, gracia de Dios. Empecé mis estudios para el sacerdocio al borde de los treinta. ¿Hora tercia?

¿Cómo llegué a esta decisión?

La paz

En el año 1935 había ingresado en la universidad. Cursaba ciencias exactas para pasar luego a la escuela de arquitectura. Ser arquitecto había sido mi constante y firme inclinación durante todo el bachillerato. Tenía vagas ideas sobre Hitler, Mussolini, Chamberlain y la Sociedad de las Naciones… Me gustaba bailar y jugar al tenis. Del comunismo hablaban algunos compañeros mayores. Leía a Goethe, Zweig, Ludwig, Papini. Y creía que estaba enamorado.

La primera guerra europea era el último episodio de la «edad contemporánea» que habíamos estudiado. Pero toda la «historia-asignatura» era pre-historia para mí. Yo había nacido meses después del tratado de Versalles. Yo sólo conocía la paz.

La guerra

Y de pronto, sin aviso, la guerra civil española. Un mazazo que trastornaba todos mis horarios, caminos y sueños. Angustia, sangre, muertes, hambre, separaciones, bombardeos, trincheras, peligros constantes…

Resultaba que todo esto no estaba solamente en los libros.

En 1939 quedaba muy poco en mí de aquel joven incipiente de tres años antes. Había sufrido tanto, había visto sufrir tanto en todas partes, que mi vivencia del mundo era totalmente otra.

Las paredes de la universidad seguían siendo las mismas. Sin embargo, yo me sentía completamente extraño a aquel muchacho de mi mismo nombre y apellidos que constaba en secretaría; de aquel jovenzuelo que había deambulado y reído por aquellos pasillos en un –para mí– lejanísimo tiempo atrás.

Me parecía que él había muerto en no sé qué emboscada. Y que estaba en ese fichero metálico enterrado para siempre.

Medicina

No sabía siquiera si me seguía gustando la arquitectura. Pero sí sabía que los hombres necesitaban con más urgencia que reparar o construir sus casas –o embellecerlas de nuevo– reparar sus propios cuerpos y sus propias mentes de tanta hambre y de tanto odio.

La medicina me pareció el vehículo mejor para mi actuación en la vida.

Estudié con todo esfuerzo. Y con especial pasión algunas materias.

La psiquiatría no tenía por aquel entonces los amplios horizontes que cada vez más se le abren. No me interesaban los locos con sus dudosas y remotas posibilidades de curación. Las averías de la mente me interesaban en cuanto me ayudaban a entender de un modo más profundo al hombre normal.

Pero no me decidí por ninguna especialidad. Me gustaba ser médico de la humilde y maltratada «medicina general». Pedir la colaboración de los especialistas, sí, siempre que fuera oportuno; mas procurando tener en todo momento una visión de síntesis.

Medicina social

Se había fundado hacía poco el seguro obligatorio de enfermedad. Y recién terminada la carrera, todos los de mi curso ingresamos en él.

A lo largo de los siete años de ejercicio de la profesión, este hecho fue muy decisivo para mí.

Alternaba en mi trabajo la clientela habitual de un hospital clínico casi gratuito, las numerosas consultas y visitas domiciliarias del seguro de enfermedad (casi siempre en suburbios) y la atención a los enfermos de clase media y elevada de mi consultorio.

Si en la guerra había descubierto los campos y la sangre de España, ahora descubría el hacinamiento, la pobreza, la resignación gris, la incultura y la rebeldía.

La simultánea convivencia con unas y otras clases –tan a lo vivo y a lo muerto como sólo el médico trata con los demás seres– produjo en mi alma una nueva metanoia. Toda la vertiente social del hombre se desplegó ante mí dolorosamente. Aprendí y hasta comprendí las razones y sinrazones de unos y otros. Y una exigencia de autenticidad me obligaba a preocuparme de ello; a buscar algo que acortara las distancias; a buscar, por lo menos, una palabra justa.

La muerte

La muerte en la guerra, siéndolo acaso más, parece menos muerte. Es más bien un accidente en medio de muchas otras desgracias. Es algo menos importante en la orgía de un desquiciamiento total. A todo se dice: ¡es la guerra! Y en ella, la muerte es a veces, incluso, una cosa gloriosa.

Pero la muerte en tiempos de paz me resultó, de pronto, incomprensible.

En la batalla, los muertos se veían al aire libre; por todas partes. Ahora no se veía apenas ninguno. Los pocos entierros con los que me cruzaba, eran como muertos muy disimulados, huidizos entre incienso y cantos gregorianos. Y, sin embargo, también había muchos muertos…

En un mundo de nuevo con horarios precisos, con arreglados pavimentos en los caminos, con primaveras vacías de pólvora y llenas de ensueños, las agonías eran disonancias en la sinfonía vital y renacida que me rodeaba. Parecíame que la muerte habría de haberse acabado con la guerra.

Dicen que los médicos, a fuerza de toparse con la muerte, pierden sensibilidad ante este epifenómeno de la existencia.

No creo que sea cierto. El médico se endurece sólo en su manifestación externa. No llora, claro. Pero guarda muy dentro esta tragedia cotidiana. La disimula para no enturbiar con ella la descuidada alegría de su propia familia, ajena al vaivén de su profesión.

Para el «médico de cabecera» –este ser humano que todavía no se ha convertido en una máquina de recetas o de técnicas abstractas–, todo enfermo penetra en el círculo de la amistad, de nuestra afectividad. La muerte, por tanto, de ese ser querido, casi familiar, es algo siempre inesperado y doloroso.

La muerte es tan tremenda y nos atañe tanto, que es imposible sustraerse al arañazo de su presencia.

Ya de estudiante, no en la disección anatómica (práctica llena de interés y utilidad), sino en el tránsito de los pacientes conocidos, la muerte me había impresionado mucho. Ver la cama vacía que la víspera estaba aún ocupaba… Sentir la mano moribunda agarrada en mi bata blanca exigiendo un auxilio imposible…

En la guerra, el atender a un moribundo era una catapulta para la acción inmediata: la propia defensa o, acaso, la venganza.

Aquí, nada.

Tanto me afectó este morir irremisible, que casi determiné no casarme para no dar vida a seres que tendrían que pasar por el trance de dejar de vivir.

Quizá fuera éste el mejor gesto de amor a seres que amaría tanto.

¿Existencialismo?

Recuerdo que, como desahogo y en un conato por hacerme luz, empecé a escribir una comedia. No conocía en aquel tiempo a Heidegger ni sus secuelas literarias. Pero mi comedia contenía mucho de la problemática existencialista y mucho asimismo de su terminología. Se ve que en una generación los problemas y las ideas están en el aire como las miasmas; y se extienden como la peste.

No sabía cómo salir de mi situación. La medicina no me daba ninguna respuesta para la muerte. La muerte ya no interesa a la medicina. Los muertos, todavía algo, para descubrir en su autopsia de qué y cómo murieron; y así sacar nuevas experiencias.    O sea: interesa la muerte en función de la vida. Yo deseaba, en cambio, conocer la vida en función de la muerte.

Filosofía y letras

Decidí estudiar filosofía. Haciendo voluntariosamente un hueco en mi trabajo agotador, empecé sus cursos. Era el año 1945.

Por tercera vez volví a sentarme humildemente en los bancos de la universidad para iniciar unos estudios. Trataba de pasar inadvertido entre mis nuevos compañeros, mucho más jóvenes que yo.

La ontología, la teodicea, abrieron nuevos mundos para mí. ¿Cómo había pasado tantos años en la universidad y nadie antes me había enseñado estas cosas?

Sin embargo, el ser me lo hacían tan abstracto que se me escapaba como agua entre los dedos. Y Dios era tan racional que resultaba lejano y gélido como una mayestática montaña nevada.

Con todo, estos estudios disciplinaron mi pensamiento y me dieron unas columnas donde apoyarme a descansar un poco.

Sentía de nuevo que el hombre no es «para la nada», sino «para vivir eternamente». Si había muerte (¡bien que lo veía con mis ojos!), también había trascendencia.

Y volvió sereno y gozoso el deseo de amar y de unos hijos que serían eternos junto a mí.

A medida que evolucionaba, iba añadiendo cuadros a mi comedia. Al final, el protagonista creyéndose vacío en su oquedad, gritaba casi sin saber por qué: «¡Dios! ¡Dios!» Era ya un alarido de esperanza. Como mi vida entonces.

La comedia fue, pues, una especie de «diario» vertido en molde escénico. De paso, tenía una obra teatral escrita, como todo español que se respeta…, o, al menos, como todo estudiante de filosofía y letras.

Nuevas exigencias

Aquel Ser absoluto y necesario, me calmaba pero no me saciaba. Había llegado a su ladera, en parte por mi esfuerzo; ahora yo necesitaba que fuera Él quien se abajara y me hablara. En mi fe, nunca perdida gracias a Dios, sabía que Dios había  hablado a los hombres. Y sentí la urgente necesidad de estudiar su mensaje. Y yo sabía que la revelación estaba sistematizada en la teología.

Al ahondar cada vez más en la nueva medicina psicosomática, en el alma de los enfermos, en la ética, en la vida y en la teoría, tropezaba siempre al final con problemas que dependían por entero de la postura filosófica y más aún de la impostación teológica.

Me topaba siempre con el misterio. Y en él yo intuía la presencia de Dios.

Dios estaba acá y allá, en todas partes. Y no, no soportaba más su mudez. Me creí en la obligación de trascender la filosofía y empezar a deletrear la teología. Estaba dispuesto a sentarme por cuarta vez frente a un profesor que me explicara cosas nuevas.

Dios habla

Y fue en esta hora que todo cambió, no sé cómo ni por qué.

Pragmático hasta entonces, quería conocer a Dios –que Él se diera a conocer–, para entender todas las cosas. En cambio, lo que sentía ahora era que empezaba a amarle de un modo nuevo.

Y tenía miedo; un miedo inexplicable. Y quería volver atrás. Quería ver el mundo, el universo todo, como la cosa más natural y sin importancia…

Pero eso era mentira y cobardía. Y buscaba otra salida: quería conformarme –y que Él se conformara– con un conocimiento meramente intelectual de la teología, sabiduría suprema…

Pero yo estaba sabiendo que Dios me daba su luz, no para que me gozara en ella solamente, sino para que la sirviera sin reservas.

Me defendía. Me debatía. Me parecía injusto que me diera más de lo que le había pedido.

Luché cuanto pude. Hasta ofendiéndole. Pero todo era inútil. Me había acorralado por todos lados. Era ya tarde. Había caído en la trampa. Me la tenía preparada desde hacía tiempo. Ahora lo veía. Y seguía teniendo miedo de que hablara tanto, exigiendo tanto.

Dije «sí»

Renuncié a la profesión y a un comienzo de docencia; a fundar un hogar. A la libertad. A unos hijos a los que podía dar vida y eternidad, y que ya había empezado a amar y a ponerles nombres. Renunciaba a ellos ya no por miedo a la muerte, sino por un increado holocausto que me recordaba a Abraham.

Rendido, pero serenamente, dije «sí» a Dios, que, de un modo o de otro, gana siempre todas las batallas. Mis planes, mis deseos, quedaron –camaradas muertos– abatidos y olvidados.

Luego, antes de la teología, me examinaron de muchas otras cosas; hasta de primero de latín. Cuando declinaba «rosa-rosae, terra-terrae, homo-hominis, Deus-Dei», la rosa, la tierra, la humanidad toda, Dios, tenían unos significados que nunca había vislumbrado en toda mi vida anterior.

Por Alfredo Rubio de Castarlenas