Días atrás leí en un grafitti callejero: “Lo bonito no son los ojos, son las miradas”. Me puse a pensar en cómo nosotros, los seres humanos, nos comunicamos a través de las miradas, qué es lo que proyectamos, rechazamos o acogemos. En la espiritualidad zen se distingue entre dos tipos de mirada, la mirada flecha y la mirada copa. Si la primera, es una mirada analítica, discriminadora, afilada como una punta de flecha que va directa a su objetivo; la segunda, es una mirada que surge de la gratuidad, es una mirada que se ofrece a contener y acoger como una copa vacía. Aunque la mirada flecha es útil para ciertos aspectos de la vida hay que ir dejando paso a que sea la mirada copa la que surja de nuestros ojos. Una vez, un sacerdote amigo me dijo: “tú eres una persona que tienes muy claro cuál es tu objetivo en la vida, pero por fijar tanto tu mirada en el objetivo no estás viendo las florecillas del camino”. Esto me marcó profundamente y me enseñó una gran lección. Desde ese momento procuré disfrutar del camino, contemplando y gozándome de esas pequeñas flores, de esas sencillas cosas de cada día. Aprendí, creo (aún estoy en ello), a no perseguir tanto el fin o los resultados, sino a anclarme más en esa dimensión de gratuidad.

Todo ello me ha llevado a pensar en cómo sería la mirada de María ante distintas circunstancias de su vida. ¿Cuál sería su mirada ante el ángel de la Anunciación? Quizás, en un primer momento, una mirada de temor para, después, dejar paso a la sorpresa, la admiración y finalmente a la acogida. Todo su ser y su mirada acogieron, como una copa vacía, lo que el ángel Gabriel le estaba anunciando.
¿Y la mirada de María viendo a su hijo colgando de la cruz? No me la imagino con una mirada de odio o rencor hacia los que estaban matando a su hijo. Si Jesús, moribundo ya, exclamó: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, su madre aún con el corazón roto, seguramente su mirada traslucía, junto al profundo dolor, los mismos sentimientos de su hijo.

¿Y entre la Anunciación y la Crucifixión? ¿Te la imaginas viendo los odres vacíos de vino en las bodas de Caná? “Hijo, no tienen vino”. Su mirada observadora, cuidadora, atenta a las necesidades de los otros, vio lo que quizás otros no vieron. No sólo que faltaba vino, sino que su hijo podía volver a llenar los odres con el mejor vino.

¿Y en el Magnificat? Su mirada trasluciría una inmensa alegría por sentirse hija bienamada de Dios. María, a través de su mirada, expresaba la ternura del amor de Dios.

¿Y nosotros, sabemos mirar? Alfredo Rubio, ya en el año 1976, decía “veo que no sabemos mirar, que no nos atrevemos a mirar, que tenemos miedo de mirar. Se trata de un mirar a la gente expresando en esa mirada todo nuestro amor y solicitud por ella. Un mirar a los ojos de los demás, pues lo que se expresa con la mirada, por los ojos de los otros entra. (No hemos caído en la cuenta de que uno de los frutos de nuestra educación tan llena de tabúes y cortapisas, ha sido no mirar a los ojos de los demás, como si esto fuera impúdico, cuando es una manera de relacionarse, como un tacto a distancia. ¡Y qué elocuente es!)… Usado con la debida prudencia y, por supuesto con caridad, «obra milagros». Hemos de recuperar esta vía, que el mundo tiene obstruida, de la caridad.”

Las personas tenemos que limpiar nuestra mirada de tantas cosas que la opacan y le quitan nitidez. No taladrar el mundo con nuestra mirada, sino contemplarlo y acogerlo desde una mirada de amor. El amor, dijo Benedicto XVI, “es la novedad del Evangelio, que transforma el mundo sin hacer ruido”.

Nuestra mirada tiene que poder transmitir esa ternura, cuido, acogida y caridad que encontramos en María.

Audio: La mirada de María

Texto: Lourdes Flavià Forcada
Voz: Maida Rojas
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza