Lucas, en la narración que nos hace de la vida de Jesús, expone un pasaje en que refiere la invitación que hace un fariseo a Jesús para comer a su casa. Jesús entra y se reclina a la mesa con él y otros comensales. En ese momento se acerca una mujer a la que tachan de “pecadora pública”. Ella entra con un frasco de perfume y se sitúa detrás de Jesús, a sus pies. Llora y con su llanto baña sus pies y los enjuga con sus cabellos. Los besa y los unge con perfume.
¡Qué imagen tan impactante, qué situación tan inesperada! Podríamos decir, incluso, profética, ya que anuncia una situación futura. Una persona arrodillada lavando los pies a otra, en el contexto de una comida… Nos remite a la última cena que Jesús tiene con sus seguidores y quizás seguidoras. Él, lavando los pies a sus amigos en señal de servicio y de amor. Acción de gracias por el tiempo compartido. Preparación para lo que se viene.
Esta mujer prefigura ese amor eucarístico que habla de arrepentimiento, que pide perdón, que se abaja para servir, que ama, que unge preparando lo que se pueda venir… Lo hace, seguramente, por gratitud y con toda gratuidad. Es su fe la que le ha hecho buscar a Jesús, metiéndose incluso en una situación incómoda. La “pecadora” en casa del hombre “observante”. Los dos polos de la “ley”. En medio Jesús.
Para unir los dos cabos, Jesús pone el ejemplo de un prestamista que perdona (usualmente los prestamistas no perdonan, pero éste, como Dios, escapa a la lógica humana). Perdona a dos personas, de las cuales una le debía diez veces más que la otra. Jesús pregunta al fariseo, ante este ejemplo, quién se sintió más agradecido. El fariseo le responde que quien debía más.
Jesús, entonces, se dirige ahora a la mujer: tus pecados te han sido perdonados, tu fe te ha salvado, vete en paz. Esto es un desafío al grupo de fariseos que se encontraban en la comida. ¿Quién es este para perdonar pecados?, se dicen entre ellos. Jesús dejó claro que había sido la fe de la mujer la que la había salvado. Él sólo la hizo evidente proclamando su perdón.
La mujer, en ningún momento habló. Fueron sus actos. Su fe se tradujo en acción, no en palabra.
Momentos antes de las palabras finales de Jesús, este dijo al fariseo que aquella mujer había hecho con sus gestos todo lo que él había omitido. Cuando entró en su casa no le ofreció agua para lavarse los pies del camino, tampoco le saludó con un beso ni lo ungió. El fariseo lo había invitado a comer, pero aquella invitación no iba acompañada de hospitalidad. Jesús entraba en su casa, pero no podía entrar en su corazón porque esas puertas no estaban abiertas.
Seguramente aquella mujer de quien no conocemos su nombre, ya sabía de Jesús, ya había abierto las puertas de su corazón y ya lo tenía como huésped. Por eso no le fue difícil adentrarse en un medio hostil para ella y acercarse a Jesús para tratarlo como otros no eran capaces de hacerlo. La movía su fe.
Jesús, al final, la despide en paz… No la retiene, sino que la envía… posiblemente se convertirá en anunciadora del amor de Dios. Situación que también nos evoca la libertad que le proclama Jesús resucitado a la Magdalena, cuando le pide que no lo retenga. Hemos de ser libres en el amar. Un amor libre, que no retenga, sino que impulse a aquellas personas a las que ama a que sean también libres y a que vivan en paz…
Texto: Javier Bustamante
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
Cuanta verdad en que debemos soltar amarras al amor, » que no retenga, sino que impulse a aquellas personas a las que ama a que sean también libres y a que vivan en paz…
Debemos estar muy atentos en presencia del Padre, en nuestra soledad a esos momentos en que hemos sido «observantes» y no comprendemos nada, debemos simplemente «acurrucarnos ante el misterio» y adentrarnos en el Amor en la sintonía del Espíritu Santo que apacienta el corazón.