La revelación nos dice que Dios es puro don y donación de sí mismo en gratitud. Nosotros, su imagen, hemos sido creados por pura gracia y, aún más, el Creador mismo existe en nosotros, en cada uno y en todos, en donación infinita. Esta es la gran novedad: somos don de Dios (Ef 2, 8) y Dios está en nosotros. “Jesús respondió: Si alguno me ama, guardará mi Palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos moradas en él” (Jn 14, 23). Nuestra respuesta al Hijo de Dios, Jesucristo, nuestra fidelidad al devolver amor al Enviado de Dios, nos convierte en morada de la Trinidad Santa de Dios.

Toda la revelación cristiana es anuncio de la gratuidad, de aquello que se nos da pero que no se nos debe, que no puede ser exigido ni reclamado, sino que nos es dado por amor del Creador, gratuitamente por amor, por un don de amor y de misericordia. La revelación cristiana es un largo, profundo misterio de gratuidad. San Juan nos dice que Dios es amor (1Jn 4, 7ss) y, con esta sencilla expresión, reúne lo que Dios es en sí mismo y lo que es para nosotros. Dos noticias estrechamente ligadas entre sí: Dios es amor y nos ha amado primero, para que también nosotros supiéramos amar.

¿Por qué a nosotros?

Él es quien convida y quien salva, “Él nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa” (2Tm 1, 9). ¿Qué más hemos de saber para estar convencidos de que hemos sido amados gratuitamente desde antes de que naciéramos?

Los santos se han hecho esta pregunta desde la más profunda efusión de su corazón, ¿Por qué a mí?, admirados y conmovidos al reconocer el exceso de la gratuidad de Dios. ¿Por qué a mí?, dice San Francisco y, según sus biógrafos, repetía en voz alta esta pregunta una y otra vez. ¿Por qué a mí?

El Dios que es Amor está más presente en nosotros que nosotros mismos, dirá San Agustín. Porque vive en nosotros, es el más esencial principio vital de nuestro ser personal. La novedad cristiana consiste en decir: los hombres y las mujeres somos hijos de Dios. Y toda la “buena nueva” del Evangelio queda expresada en esto: Dios salva entrando en comunión profunda con nuestra vida humana y, amándonos, nos hace capaces de amarnos los unos a los otros. Podemos conocer que vivimos en Dios y Él en nosotros, precisamente porque somos capaces de vivir en amor.

En el misterio de Cristo, la gratuidad de Dios encuentra su más grande expresión. Todo está centrado en Él y en Él todo se cumple. Cristo es, en verdad, la cima de la gratuidad de Dios y la plenitud del don.

En los Evangelios, las parábolas de Lucas, son un paradigma del inmenso, gratuito amor y perdón de Dios. La “buena nueva”, en estas narraciones, se da en forma de anuncio de los emocionantes hechos de su amor salvador, siempre más allá de nuestra pobre respuesta humana (Lc 15, 11-32).

La gracia, el don de Dios mismo, no es nunca una amenaza contra nuestra libertad, sino al contrario; es lo que la hace posible porque es, para nosotros, lo que puede hacernos más y más verdaderamente hombres/mujeres; lo indispensable para que el proceso de humanización de nuestra historia, llegue a su cumplimiento. Porque somos finitos y limitados, Dios inserta el infinito en nuestra contingencia. Por el potencial de libertad inscrito en nosotros, la finitud puede llegar al infinito.

Pero la expresión del don gratuito tiene una oposición muy precisa en el hombre/mujer y en la historia, un muro que se alza frente al don: el pecado. La tierra de Dios que somos nosotros, puede negarse a la amorosa sementera reivindicando una “libertad menor” (con palabras de San Agustín), por la cual nos enfrentamos a lo que nos vivifica. Esta “libertad menor” es el amor propio hasta el olvido culpable o el menosprecio de Dios, aquel replegarse sobre sí mismo en la actitud de quien busca ponerse a sí mismo en “primer plano” como punto de referencia de todo, rehusando el amor de Dios y el amor a los otros. Así no hay posibilidad de amar y percibir lo que es gratuito, porque nos cerramos a toda posibilidad de ser, también nosotros, gratuidad. Con todo y con eso, y desde su santidad, Teresa de Lissieux dirá que todo es gracia, incluso la caída del pecado, pues aquí es donde resplandece con mayor intensidad la misericordia de Dios. Y lo dirá en un estallido de agradecimiento, surgido de lo más íntimo del corazón. La experiencia vivida de los santos nos hace saber, de forma eminente, cómo puede llegar a ser de transformadora la vida de Dios en nosotros y cómo todos, los hombres y las mujeres, hemos sido pensados y proyectados desde el amor divino, para que también nosotros sepamos amar.

 

Texto: Manuela Pedra Pitar
Fuente: 30 vocablos para una nueva evangelización. Edimurtra: Barcelona, 1996

 


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