El término humildad viene del latín humilis que se traduce no solamente como ‘abajarse’ sino también como ‘humus’ o tierra, ya que en el pasado se pensaba que las emociones, deseos y depresiones eran causadas por irregularidades en las masas de agua. Debido a que el concepto alberga un sentido intrínseco, se enfatiza en el caso de algunas prácticas éticas y religiosas donde la noción se hace más precisa. Humildad pues, significa inclinado hacia la tierra; la virtud de la humildad consiste en inclinarse delante de Dios y de todo lo que hay de Dios en las criaturas. En la práctica, nos lleva a reconocer nuestra inferioridad, nuestra pequeñez e indigencia ante Dios.
Podríamos decir que existen variados grados de humildad, más si tenemos en cuenta que nosotros no somos los seres humanos que Dios deseaba que existieran. Darse cuenta de esto es alcanzar un alto grado de humildad. Podríamos afirmar que es un primer grado de humildad.
Pero ¿por qué afirmar que no somos esos seres humanos que Dios quería? Uno podría creer que Dios había pensado en mí desde toda la eternidad, y que yo era deseado por Dios para que existiera en este mundo. Pues no. Hay que desmontar esta vanidad, este orgullo, y reconocer que eso no es así.
Pero, ¿por qué? Ciertamente tiene ideas infinitas dentro, o sea, todo lo que existe, todo lo que hubiera podido existir, incluso también en el futuro, es infinito, con infinitas posibilidades. Luego, en la creación hay infinidad de cosas creadas, pero siempre quedarán infinitas cosas que Dios conoce pero que no llegarán a ser realidad.
Visto esto, cuando Dios creó al mundo, creó a Adán, a Eva, lo que eso significa, es decir al género humano. Él deseaba que ese género humano fuera amigo suyo, y que se amaran en caridad; que no se mataran, no se odiaran, no se guardaran rencor, se ‘amaran bien’, en un clima de paz y de alegría, es decir de paraíso.
Pero el hombre peca y es entonces cuando trastorna la historia. Ya todo será distinto, la gente que se conoce, que se casan, la gente existente, los hijos que tienen. O sea que todo es diferente a como Dios lo pensaba, porque Dios deseaba que todo el mundo se amara y que hubieran nacido hijos, nietos y generaciones y generaciones, fruto de una humanidad que se amara. De éstos, en cambio, no ha nacido ninguno. Y sin embargo, han ido naciendo otros que somos nosotros, que no son, que no somos, los que Dios deseaba.
Es entonces cuando Dios decide redimirnos. Nos envía a Cristo que con su sangre nos redime, y nos envía al Espíritu Santo.
¿Qué puede pasar? Que tantos cuidados -donde abundó el pecado sobreabundó la gracia-, tanta gracia de Dios, puede ser que al final estos hijos lleguen a estar más sanos, más inteligentes, más bien educados, esplendorosos, que aquéllos que hubieran venido, con los que no se hubiera tenido tanto cuidado. Vaya uno a saber. Así pues, no somos los que Dios soñaba.
De todas maneras, Dios nos ama infinitamente, ¡cuánta humildad!, eso quiere decir que tenemos que ser profundamente humildes con ese amor, porque siempre ama infinitamente, y no ha escatimado esfuerzo para sanarnos, redimidos con la Pasión de Cristo y su Resurrección.
¡Qué gratitud!; este es otro grado de humildad, saber que en justicia hay que tener una gratitud inmensa; el que no es humilde, no quiere agradecer nada; ver que uno tiene que agradecer la vida que le han dado los padres, la cultura que le ha dado la sociedad…, tantas cosas, y a Dios la Redención, pues es otro grado de humildad: saber agradecer. Y luego, como consecuencia de la gratitud, podríamos decir que el siguiente grado de humildad es sentir una alegría inmensa de los bienes que hemos recibido en esta redención: institutrices, clínicas, universidades… Y saber estar alegre por lo recibido -no como el soberbio que sólo está alegre por lo que consigue por la fuerza, y que le molesta que le den algo-, por lo que uno ha recibido en tan gran cantidad. Eso es pues otro grado de humildad.
Otro grado de humildad podría ser lo siguiente: Que si a partir de este momento los que hay en la humanidad se amaran y no hubiera más disensiones, ni odios ni guerras, pues la cosas irían mejor; y a partir de ahora Dios soñaría también los seres que desde este momento nacerían como fruto de este paraíso del ahora. Pero cuando el hombre peca, frustra otra vez ese plan de Dios, y aquéllos que Él deseaba ya no nacerán; yo he cambiado el rumbo con mis pecados y nacerán otros que Dios anticipadamente está dispuesto a redimir. Pero son otros, no son los que Él deseaba a partir de este momento. ¡Qué humildad reconocer que yo y todo el mundo con sus pecados, frustramos continuamente los nuevos planes de Dios! Entonces, naturalmente, visto que somos culpables de frustrar los planes de Dios, de que no nazcan los que Él deseaba, pues tenemos que hacer penitencia al máximo para reparar este daño. Cristo cargó con nuestras culpas después de hacer penitencia. Y hacer penitencia reconociendo el daño que uno ha hecho, pues es otro grado de humildad: reconocer el daño y hacer penitencia. Dolerse, arrepentirse, confesar y hacer penitencia, en el sentido de decir: ¿qué puedo hacer yo para compensar a Dios, pues he frustrado otra vez sus planes? Es entonces cuando no queda más remedio que esforzarme en ser santo, que es la única manera de que no se desaprovechen las gracias que Cristo ha conseguido, y es la mejor manera que tengo en mi mano para resarcir a Dios por todos los pecados míos y de los demás que frustran a Dios; por lo menos ser santos, que es lo que más le puede compensar. Es decir, ¡que tengo que ser santo incluso por penitencia, porque es la manera que tengo de resarcir a Dios! O sea, ser santo es la máxima creación de Dios; la máxima humildad es ser santo para resarcir a Dios. Y luego tratar de no estropear, de hacer que el mundo sea un paraíso verdadero donde reine la caridad: el amarse los unos a los otros como Dios nos ama.
Texto: Alfredo Rubio de Castarlenas
Fuente: Charla impartida en abril de 1991
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