De acuerdo al calendario litúrgico, los cristianos católicos nos encontramos viviendo el tiempo de la Pascua de Resurrección. Tiempo caracterizado por la alegría del encuentro con el Resucitado que nos da la esperanza de poder participar del Reino de Dios, en donde ya no hay siervos sino amigos, donde ya no hay diferencia de nacionalidades o condiciones, donde se vive la justicia y la paz. Pero… ¿es lo descrito reflejo de la realidad que vivimos en el mundo de hoy? ¿Es posible desde la realidad del mundo de hoy construir el Reino de Dios?
Efectivamente, este tiempo de Pascua nos llama a vivir resucitados en Cristo, con alegría, con esperanza, pero no una esperanza ingenua, infantil, sino una esperanza que se nos dona en la Cruz. Al pie de la cruz, en el momento en que desde el punto de vista humano puede parecer la cumbre de la derrota, desde la perspectiva creyente, es el momento del triunfo, en el que la esperanza de Jesús se convierte en nuestra esperanza, como se hizo en María, mujer de clara-esperanza. Esta esperanza que se confirma con la Resurrección de Jesús y se fortalece en Pentecostés, es la herencia que hemos recibido para que desde las cruces de hoy, podamos construir el Reino de Dios entre nosotros y tengamos también una mirada trascendente al Reino eterno, más allá de la vida y de la muerte, al que todos estamos llamados a participar.
La esperanza camina de la mano de la fe y de la caridad, virtudes teologales que constituyen una terna inseparable y que animan el caminar del cristiano. Desde nuestra libertad, creemos, y nuestra fe se hace más profunda en la medida en que conocemos a Aquel en quien creemos, y mientras más le conocemos, más le amamos. Si verdaderamente creemos y amamos a Cristo, nuestra fe será operante (cfr Ga 5,6) y suscitará esperanza al estilo de Jesús.
Nuestra esperanza, al estilo de la de Jesús, ha de creer en Dios y también esperar en Dios. Palpando los signos de los tiempos, la realidad, con ternura, buscando la presencia de Dios en todo, en las dificultades, en las penas, en el dolor y confiando plenamente en Dios; porque “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37) y “todo es posible para el que cree” (Mc 9,23). Vemos así, cómo la fe y la esperanza son inseparables.
De igual forma, nuestra esperanza, que se nutre en la fe, es inseparable de la caridad. La esperanza al estilo de Jesús, quien “pasó haciendo el bien” (Hch 10,38), es una esperanza tangible, activa, que da fruto, que alienta a la caridad, que es respetuosamente alegre, que acompaña, que consuela, que se convierte en obras que generan más esperanza. Y es esto, justamente, lo que necesita nuestro mundo hoy. Hombres y mujeres al estilo de Jesús, con una actitud esperanzadora en el ahora y hacia el futuro –un futuro próximo/terrenal y un futuro eterno/celestial– que con la mirada de Dios sepan encontrar y generar bondad en toda situación. Es precisamente desde las situaciones difíciles que vive el mundo hoy que se puede construir el Reino de Dios, si hacemos vida la esperanza operante de Jesús de la que somos herederos.
Pablo nos dice: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Cor 13,13). Y al final, sólo quedará la caridad, pero mientras hacemos camino y vamos construyendo el Reino de Dios entre nosotros, nos anima la esperanza. Esperanza que espera y confía en Dios, esperanza que se manifiesta en obras que buscan construir ese mundo de justicia y de paz.
Ante un escenario que a muchos puede parecer bastante desesperanzador, nuestra esperanza al estilo de Jesús ha de mantenerse firme, siempre renovada en el Espíritu, pues aunque sea una llama temblorosa, como dice Charles Péguy en su poema a la “pequeña esperanza”, ésta romperá las eternas tinieblas.
Texto: Patricia Castillo Ávila
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría
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