Cada vez más vemos como en muchas sociedades se valora y se dignifica la diferencia. En generaciones anteriores se buscaba más la homogeneidad, que todas las persones fuéramos, pensáramos y nos comportáramos de igual manera. El hecho de ser diferente, incluso, era castigado. Desde las escuelas y las familias, hasta en la vida social, laboral y política.

Pero, si hacemos una lectura consciente de la Biblia en sus distintos géneros, podemos apreciar un Dios que es, en lenguaje contemporáneo “inclusivo”, que busca reunir más que excluir o separar. Y estamos hablando de textos que se comenzaron a escribir hace miles de años. No es en absoluto una moda o una innovación. Dios nos propone aceptar al otro desde siempre. Pero hay que saber leer en el contexto cada pasaje y cada afirmación, porque en ocasiones puede parecer lo contrario.

Por ejemplo, en el libro de Isaías, en el capítulo 56, vemos como Dios dice: “yo les traeré (a los extranjeros adheridos a Yahveh) a mi monte santo y les alegraré en mi Casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos sobre mi altar. Porque mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos”. Dios les propone seguirle y, a la vez, les deja que conserven sus fiestas y hagan los holocaustos que acostumbran en su altar. No les pide olvidar su origen ni sus tradiciones, les propone una conversión profunda, pero sin perder su identidad.

Por otro lado, Pablo, en una carta a la comunidad romana, es decir, seguidores de Jesús que no son de origen judío, les hace saber que Dios es para todas las personas sin distinción de origen ni manera de pensar. La conversión que Dios suscita en cada uno es una conversión de corazón.

En el evangelio de Mateo encontramos una nueva referencia, esta vez a Jesús. Es en el pasaje en que una cananea se le acerca para pedir la curación de su hija “endemoniada”. Después de una tercera insistencia, Jesús le dice que gracias a su fe se cumplirá lo que ella pide. Aquí los destinatarios de la enseñanza eran los propios discípulos, que intentaban que Jesús no atendiera la cananea. De una forma didáctica, los diálogos de esta pasaje nos muestran la evolución de un primer momento de exclusión porque ella no era merecedora, por su origen cananeo, de la atención ni ayuda de Jesús. Y evoluciona la escena hasta mostrar qué importante es la fe, lo que llevamos dentro, lo que nos mueve en la vida. La insistencia de la cananea nos muestra cómo ella, en su interior, estaba convencida de que Jesús la podía ayudar. Y esta fe venció el obstáculo de los seguidores de Jesús, que la excluían probablemente por ser mujer y por su procedencia.

Por un momento pensemos en nosotros: incluso los hermanos hijos de la misma madre y padre somos diferentes, criados dentro de los mimos valores y escuelas. Y estas diferencias no nos quitan el hecho de ser hijos e hijas, pertenecientes a la misma familia.

Dios, en el Antiguo Testamento y, en la persona de Jesús, en el Nuevo Testamento, va haciendo evidente cómo todas y todos tenemos la misma dignidad por el sólo hecho de existir. En clave de fe, todas las personas somos sus hijos. La inclusión, que en nuestro tiempo se traduce en leyes y decretos que protegen a las personas que ante la mayoría son “diferentes”, es un valor de raíces judeocristianas y, seguramente, encontramos éste y valores afines en otras confesiones religiosas. Y es que, más allá de las diferencias físicas, ideológicas o culturales, es más lo que nos une que lo que nos separa.

El reto es traducir esta enseñanza en nuestra vida cotidiana. ¿Qué sentimientos y actitudes tengo ante las personas más próximas: mi familia, mis amigos, mis compañeras y compañeros de trabajo, mis vecinos, sean de donde sean, sean como sean? ¿Soy capaz de vernos como iguales? ¿Son parte de mi vida y yo de la suya? ¿Me quedo en ser simplemente tolerante –tolero porque no me queda de otra–, o puedo dar el paso de sentirme partícipe de la vida de las personas que me rodean?

En Dios, la diferencia nos iguala, porque nos hace seres complementarios. La vida es continuidad entre un ser y el otro.

Texto: Javier Bustamante Enríquez
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza