«Pero la esperanza no avergüenza porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom V,5). Esta es la cita que el llorado papa Francisco eligió para dar título a la bula que convocaba el Jubileo. Pero, como todos los documentos vaticanos, se difundió tomando la cita de la Vulgata Latina, «spes non confundit». Y de un trasvase a otro llegó al castellano como «la esperanza no defrauda» con una importante pérdida del sentido de compromiso fuerte que la expresión tiene en el original paulino.

Y es que la cita de Pablo tiene su miga. Y la tiene porque el verbo empleado es una palabra significativamente pregnante, ya que no hace referencia a un sentimiento de autoengaño, de decepción o pérdida de una ilusión. No se refiere aquí a una esperanza banal ni tampoco a una credulidad ciega que nos lleve a la vacuidad del pensamiento mágico. La esperanza no se mancha, no se adultera, no se mezcla con otras cosas y por eso no es motivo de oprobio o vergüenza.

La esperanza de la que Pablo habla a los cristianos de Roma tiene una raíz muy profunda, es una virtud, una fuerza comprometida y actuante ya que proviene nada más y nada menos que del soplo de la Ruáh, del torbellino renovador del Espíritu, la potencia femenina de Dios, que se derrama en abundancia en el corazón de los seguidores de Jesús, es decir, en el núcleo más íntimo y personal del ser humano, en el santuario donde reside el ser y la dignidad de lo que somos, el nudo donde se entrelazan nuestras relaciones con el cosmos, con los hermanos y con el completamente Otro y trascendente.

Y es que lo que el Espíritu derrama para colmar los corazones no es otra cosa que el amor, pero no un amor cualquiera. No es un amor de afinidad o preferencia, «filía», que con ser fundamental en nuestras vidas, no basta, ni tampoco el amor de deseo, «eros», por más que este sea el impulso de la experiencia unitaria de la mística. Es el amor «agape», el amor de Dios que todo lo abarca, el amor de las entrañas misericordiosas, el que todo lo entrega y no lleva cuentas del mal. Es, en resumidas cuentas, amar como Dios nos ama, no en masa ni en conjunto, sino a cada uno en su esencia y sus circunstancias, en el centro del corazón, amar al prójimo no con una vaga filantropía, sino mirándolo a los ojos. Es saber que los destinatarios de ese amor tienen un rostro concreto, son hombres y mujeres, jóvenes y criaturas, ancianos, ancianas con un nombre propio por el que Dios los llama.

Por tanto, si esa es la raíz de la esperanza, esta no puede avergonzarse, no puede ser oprobio, ni tampoco una vana ilusión insultante para quienes viven en medio de la desolación y la falta de horizontes en un mundo con las costuras rotas. Y no puede avergonzarse porque el amor de Dios y el Espíritu nos deben llevar a la acción profética que dé razón de nuestra esperanza. No podemos ser sepulcros blanqueados que intentan vivir una espiritualidad desencarnada, alejada de los sufrimientos y alegrías, de los gozos y pesares del mundo. El ágape derramado en lo más profundo de nuestro ser nos impulsa a ser levadura en la masa, a darnos la mano con todos los hombres y mujeres de buena voluntad para la construcción de la casa común.

Dar razón de esa esperanza es trabajar día a día por esa paz «desarmada y desarmante» con la que el papa León quiso abrir su primera alocución al mundo; es combatir la injusticia empezando por nuestras propias actitudes; es abrir los brazos a todo ser humano, venga de donde venga, crea lo que crea y sienta como sienta; es acoger y no juzgar; es cuidar el planeta con mimo y dedicación, aunque para ello haya que renunciar a ciertos privilegios; es apostar de verdad por la igualdad; es salir de los grupos invernadero para patear la calle; es, en resumen, estar en el mundo, pero no para dejarnos llevar por él, sino para buscar un cambio de paradigma, un modelo diferente de relaciones tal y como hizo el Maestro de Nazaret.

De lo contrario, corremos el riesgo de que la esperanza nos avergüence, de mancharla, adulterarla, de que deje de ser esa potencia, esa virtus proveniente del Espíritu que derrama el amor de Dios y se convierta en algo descafeinado, sin vigor transformador, sin credibilidad alguna. Y lo que es peor: un escarnio vergonzoso, una burla, para el dolor y el sufrimiento de tantas y tantas personas.

Texto: Inmaculada Calderón