Empezamos esta reflexión de Juan Miguel González Feria sobre los Diez Mandamientos con el capítulo Introducción a los diez Mandamientps: salir de la riada. Seguimos con la reflexión del Décimo, Novemo, Octavo y Septimo Mandamiento. Después profundiza el Sexto, el Quinto y el Cuarto Mandamiento. Hoy presentamos el Tercer Mandamiento
TERCER MANDAMIENTO
Con estos tres mandamientos que quedan, hemos de dar una vuelta. Estamos acostumbrados a oír: ama a Dios y, por lo tanto, al prójimo como a ti mismo. Y nos parece que el camino normal es amar a Dios y, luego, amar al prójimo como consecuencia. Y eso es así como relación de causa-efecto. Es verdad que es el amor a Dios el que luego florece como amor al prójimo. Pero en cambio, en el camino histórico para irlo aprendiendo (pensemos en los pueblos antiguos, a los que Dios se les iba manifestando poco a poco, era mucho más fácil que se empezaran a amar entre ellos, que no que se atrevieran a amar a Dios).
Santificar las fiestas. En este mandamiento hay varios aspectos, el primero: no trabajar…
No hay que ser legalistas, pensando si podemos o no coser un calcetín o cocinar; pero sí es importante pensar si apartamos realmente un rato para estar con Dios (pasar un rato a solas con Dios, cerrada la puerta). Dedicar un día al Señor. ¿Apartamos un rato para estar en familia, con el prójimo, con la comunidad cristiana, con los enfermos; para visitar a los que están solos; para ir a ver a los ignorantes, a los presos…? ¿Dedicamos un día a la semana a ver al prójimo necesitado y a alegrarnos con él para cumplir las bienaventuranzas (las obras de misericordia)? Esto es empezar a santificar las fiestas.
Pero este mandamiento no es sólo no trabajar, también están todas las recomendaciones positivas de la Iglesia: ¿Vamos a las celebraciones…, y vamos cómo se debe? ¿Vamos con el traje de fiesta, como se nos dice en el Evangelio…? ¿Al empezar la Eucaristía, que es el culmen de las celebraciones, hacemos el acto del perdón? ¿Estamos en paz con los hermanos? ¿Hemos pedido perdón y hemos perdonado a los hermanos setenta veces siete?
¿De verdad perdonamos o simplemente asistimos a misa para cumplir con un precepto? ¿Hacemos de verdad lo que dice la Eucaristía, que es compartir la Palabra, estar de acuerdo con unas mismas creencias, ser capaces de dialogar a partir de una unidad, de una revelación? ¿Podemos llegar a un acuerdo porque procesamos una misma fe? ¿Compartimos el Pan y el Vino? ¿Compartimos los bienes? ¿Todo esto que hacemos en la Eucaristía, lo vivimos? Esto es santificar las fiestas.
Todavía hay otro aspecto de este mandamiento: fiestas. Hay fiestas que son para santificarlas, pero además la sociedad hace fiestas: cuando hay una buena cosecha, cuando en una fábrica se ha logrado terminar bien una producción, cuando se ha hecho una buena venta, cuando se casa un hijo… ¿Qué significa ahí santificar las fiestas: traer a Dios a mis fiestas? ¿Están hechas estas fiestas a la luz de Dios? ¿Estoy contento de saber que Dios Padre está presenciando estas fiestas, o de que Cristo está allí, porque somos cristianos nosotros? No tiene que ser una fiesta religiosa, puede que la fiesta se comparta con gente no creyente, pero yo, cristiano, creyente en Dios…, ¿cómo voy a hacer una fiesta y olvidarme de Él? Tengo que invitarle a mis fiestas… ¿Cómo puede ser una fiesta santificada si yo me he olvidado de invitar a Dios, de encomendársela, de pedirle ayuda para estar alegre en su nombre entre los demás? No podemos contentarnos con hacer fiestas cristianas, fiestas religiosas, si en el resto de las fiestas no contemplamos su presencia.
Pongamos a Dios en medio de nuestras fiestas, sin tener que hacer una cosa confesional que irrite a los que no tengan esa religión. Convivimos todos, pacífica y armónicamente. Pero yo tengo que pedirle ayuda a Dios, llevarlo en mi interior a la fiesta y no olvidarme de Él, porque Él es mi alegría y mi mejor amigo.
Es importante hacer fiesta, no basta con vivir en paz… ¡Se tiene que hacer paz y además fiesta! La paz sirve para trabajar y para llevar las cosas en orden, planificadamente, y así, luego, poder hacer fiesta.
No basta con la mera paz, vivir en paz puede llegar a ser rutinario, hay que llegar a hacer fiesta, hay que ser organizadores de fiestas.
Cuando Jesucristo quiere explicar cómo es el Reino de los Cielos, recurre al ejemplo del banquete, que es una fiesta. En la Biblia, está muy detallado cómo se tiene que celebrar una fiesta; es de las cosas que Dios más cuidó, con el pueblo de Israel. En aquellos tiempos, una fiesta duraba una semana: el primer día se terminaba de traer la comida, se hacían los pasteles, la carne… Al día siguiente, los viejos iban a pescar al río y los jóvenes a jugar al deporte en otro sitio. Otro día era para contar aventuras de la familia y reunirse todos; otro día, para hacer obras de teatro; otro, para pasear, etc. Eran varios días de encuentro, hasta que las personas quedaban saciadas y encontradas.
La gente, el domingo por la mañana, todavía tiene cosas que hacer y el domingo por la noche está trabajando para lo que va a hacer al día siguiente. ¡Total, un ratito de fiesta! Y la fiesta tiene que tener un tiempo largo.
Hay que atreverse a perder tiempo en fiesta con nuestros hijos, con nuestros hermanos. Ese tiempo que parece que está perdido, completamente inútil…, dejando hueco para que Dios esté en medio, es el tiempo que más une a la familia.
El cielo debe de ser una fiesta donde todo el mundo esté bien y, además, que no se acabe. Una fiesta en la que si hay alguien no entra con ganas de fiesta, alguien que está con sentido crítico, o forzado…, se estropea, porque la gente ya no puede estar espontánea, suelta, en clima de fiesta… Si alguien está observando con sentido crítico, se cortan las iniciativas de los demás.
¿Por qué son tan importantes las fiestas? ¿Por qué hay que cultivar las fiestas, aunque sea en un sentido meramente humano? Por una razón principal: en las fiestas se vive con anticipación aquello hacia donde nos dirigimos todos. En una fábrica, donde ha habido una buena producción, o se ha comprado maquinaria nueva…, propietarios, gerentes, técnicos, obreros, repartidores, guardianes de noche, organizan una buena fiesta, están todos juntos en amor y compañía. Ahí se acabaron las jerarquías: el obrero puede echarle el brazo al patrón. Nadie tiene miedo al ridículo, no hay competitividad… Se vive un trocito de cielo con anticipación. Por eso son tan importantes las fiestas. Si hay un buen clima, la fiesta nos permite paladear, por adelantado, lo que nos aguarda luego.
Eso tiene una función doble muy importante: se acaba la fiesta y todos -el patrón, el obrero, la esposa- vuelven a su sitio, con el sabor en la lengua. Y entonces ya no caminan desviados. Y como lo he vivido, tengo esperanza. Y segundo: me da estímulos, como ya lo probé, ahora tengo ganas de caminar en esa dirección. Y después de una fiesta, el dueño, si era un poco altanero, lo será un poco menos. El obrero, si miraba con resentimiento al patrón, lo mirará más comprensivamente, etc.
Por eso es tan importante hacer fiestas, y luego santificarlas, con Dios dentro, incluso de nuestras fiestas civiles, de nuestras fiestas meramente humanísticas.
Algunos cristianos cometemos el error de añorar el paraíso de Adán y Eva, creyendo que nosotros lo perdimos con nuestros pecados y los pecados de nuestros antepasados, se perdió el paraíso y no hemos recuperado nada de ese paraíso perdido. Estábamos en una situación de felicidad, de presencia de Dios, de convivencia humana… y se perdió por el pecado original, quedándonos bajo cero, esperando el paraíso definitivo.
Pero eso no es lo que dice el cristianismo. El Génesis dice que Dios se paseaba por el jardín, es decir, el hombre estaba con una cierta amistad natural con Dios, como debe de estarlo un perrito o un árbol, que tienen una relación natural con Dios, ya que no la han roto por los pecados. El Génesis nos relata esta felicidad: Adán y Eva estaban en armonía con Dios.
En los Evangelios, la frase de Pablo es tajante: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. Cristo es el nuevo Adán. El adjetivo nuevo aplicado a Cristo y al Espíritu Santo: es nuevo y último.
Lo que el Espíritu Santo renueva en nosotros no se vuelve a renovar, ya está renovado. Cristo es el nuevo Adán, el definitivo. Cristo organiza, en este mundo, un paraíso nuevo, superior al de Adán y Eva… Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. El Bautismo es más importante que el pecado original. Si volvemos al relato del Génesis, Adán y Eva estaban en el paraíso y se habla de una felicidad en grado cero. Luego, por el pecado de los hombres, se pierde aquel paraíso y nos quedamos bajo cero. Cristo, no sólo viene y pone el mundo otra vez en grado cero, sino por arriba, superándolo enormemente. Nosotros, en este mundo, por Cristo, por la vida sobrenatural, estamos ya en un paraíso superior al de Adán y Eva, lo estamos viviendo aquí en este mundo.
Por eso, los cristianos no podemos seguir yendo por el mundo añorando un paraíso; pensando, en el fondo, que Dios es un malvado y un injusto; que nos dio un castigo por el pecado original; que, además, no es culpa nuestra, porque nacemos heredados. Pero esto no lo podemos seguir pensando, porque ha venido, ya, un Redentor, ya está consumada la salvación.
Lo que hace que el Cielo sea Cielo, es la presencia de Dios. Lo que hace que nosotros seamos felices, es la presencia de Dios. Presencia que se nos da: Dios entregado a nosotros. No se trata solamente de una presencia distante, sino de gozar de la presencia de Dios. Esa es la causa principal de la felicidad. Lo que hace que algo sea paraíso es disfrutar de la presencia de Dios.
Pablo habla de ver a Dios cara a cara, zambullirse en Dios. Fundirse en Dios sin yo desaparecer. Eso es lo que causa la fuente de mayor felicidad. Si el motivo de que algo sea cielo es que yo pueda disfrutar de Dios, personalmente, directamente, entonces… comparamos el grado de presencia de Dios en el paraíso de Adán y Eva, con el grado de presencia de Dios que nosotros tenemos aquí, por los sacramentos, después de la Encarnación. Y luego, el otro cielo definitivo, después de muertos, ver a Dios cara a cara.
En nuestro tiempo de Iglesia, Dios vino a nosotros, Emmanuel, Dios en medio nuestro: “Yo estaré con vosotros, hasta el final de los siglos”. “Donde haya dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos.” “Cuando deis un vaso de agua a uno que tiene sed, me lo dais a mí.” Tenemos miles de grados de presencia de Dios, superior al relato de Adán y Eva.
Yo tengo que estar contento con este mundo que Dios ha hecho para nosotros, que es un regalo maravilloso. Y la persona que no esté feliz y contenta en este mundo…, tampoco lo estará en el otro. No es válido decirle a Dios que lo queremos mucho, que es muy bueno, que lo comprendemos y que sabemos que nos guarda un mundo nuevo para que, cuando resucitemos, podamos ir allí, porque este mundo es una desgracia horrible, lleno de pecado, de peligro, de dificultades… ¡Hipócrita! Este mundo, el nuestro, es regalo de la misma persona que nos regala el Cielo… Si no te gusta el primer regalo, no te gustará el segundo, que no sabes cómo es.
“Ven, bendito de mi padre! Porque fuiste fiel en lo poco, te haré gobernador de lo mucho.” Este mundo está dado por el mismo amor de Dios, fabricado por el mismo amor de Dios. Es el mismo Dios quien nos ha dado un regalo, a la medida de lo que podemos entender ahora.
Tenemos que entusiasmarnos con este mundo, que tiene libertad, pecado, mal, enfermedades y que es limitado, como yo. Este mundo, que Dios ha hecho con amor…, debo mirarlo con entusiasmo; y por la fe, yo afirmo que es maravilloso. Pero con una fe gozosa, no una fe de arrepentido, siempre añorando.
Hay una prueba muy sencilla para saber si nuestra voluntad se va conformando con la voluntad de Dios, aquí, en este mundo; para saber si nosotros aceptamos lo que Dios hace en este mundo o no. Imaginemos, por un momento, que a cualquiera de nosotros Dios nos hiciese un dios y que Él nos permitiera hacer lo que quisiéramos durante un tiempo, pues todo lo que nosotros hiciéramos, Él lo daría por bueno… ¿Quitaríamos las hormigas, a lo mejor…, o algún defecto nuestro que nos molesta, o los gobernantes…? Pues está mejor como lo ha hecho Dios. Dios ha hecho las cosas bien: la muerte de las personas, los accidentes, las enfermedades…, con todo y eso, este paraíso es superior al de Adán y Eva. Vivir este paraíso, como fiesta, como Cristo quiere que lo hagamos: ésta es la única antesala para el otro paraíso. No se puede despreciar este paraíso y querer entrar en el otro directamente. Gozando de este paraíso, alabando a Dios por este mundo, tal como es, esa es la entrada para el otro.
En este mundo, hay muchas cosas que mejorar, pero incluso eso -que sea mejorable- es muy hermoso, puesto que Dios nos ha invitado a terminar de poner este mundo a punto, con nuestro trabajo, con nuestro esfuerzo, o a estropearlo con nuestros pecados. Cristo, nuevo Adán, ha establecido, aquí, un paraíso; nosotros, por los sacramentos, tenemos una presencia de Cristo mucho mayor. Nosotros, creyentes, con la gracia de Dios, el Espíritu Santo, sus dones, los sacramentos, tenemos mucha mayor capacidad de perdón, de fuerzas, de renovación, de perseverancia, que la que tenían Adán y Eva. ¡Cuántas ofensas perdonadas y superadas, que luego son timbres de gloria! ¡Los pecados perdonados, que se borran… una vez superados! Es más importante un pecador arrepentido, que un justo que no ha hecho penitencia.
Posiblemente, una de las causas de la falta de vocaciones a la vida sacerdotal, es la falta de vocaciones para ser cristianos. Falta que la gente se entusiasme de vivir la obra de Cristo, aquí, en este mundo. Es imposible que la gente se entusiasme a vivir la procesión de los penitentes, tristes, añoradores de un paraíso perdido y otro paraíso que esperamos. Cristo dice: “¿Cómo sabrán que sois discípulos míos? Si os amáis unos a los otros”. Tienen que ver cómo nos amamos. El sistema de atracción vocacional… ¡Mira cómo se aman, yo quiero ser uno de esos! Si la gente ve aquí, entre los creyentes, un ámbito, unas comunidades, unos ambientes, unas relaciones de nuevo paraíso, fundadas en el Espíritu Santo, tienen una luz encendida. Deben vernos contentos entre nosotros, reconciliados, con traje de fiesta cumpliendo las obras de misericordia, atendiendo a los pobres, a los enfermos, a los desamparados, siempre alegres…, y cuando nos hacen una trabanqueta y caemos al suelo, volvemos a levantarnos en paz, sin ofender a nadie. Tenemos que llamar a la gente, sabiendo que Dios nos está ayudando a hacer aquí un nuevo paraíso, superior al antiguo. Paraíso que, realmente, ya es una plataforma de felicidad, de convivencia, de paz, para poder pasar la cruz, cuando haga falta.
El Señor me llama a que yo lo santifique, a que yo lo haga festivo porque lo invito a Él. Eso es lo que causa la fiesta y la alegría, que yo lo invite. Tengo que ir por el mundo, sabiendo que soy templo del Espíritu Santo, porque el Espíritu Santo está en la gente, en la comunidad cristiana, en el fondo de cada hombre que está llamado a ser hijo de Dios. Y tenemos que ir por el mundo, creando y viviendo un paraíso nuevo e incendiando el trigo, como dice Cristo. Esto es santificar las fiestas y santificar el mundo.
Deja tu comentario