Los X Mandamientos I Mandamiento 6/6 b
El mandato del Nuevo Testamento tiene tres formulaciones. El evangelio lo dice de tres maneras distintas, que son la misma, y el quid del mandato está en el cómo. Amaos los unos a los otros, como el Padre me ama a mí y como yo, a vosotros. Ahí está el quid, en el cómo, porque amarse lo hace todo el mundo. Y, en este mandato nuevo, lo último es parecernos a Dios Padre.
Por un lado, es amarse: amarnos los unos a los otros, como Dios nos ama a nosotros. Eso sería entrar en la planta baja; no amar simplemente, como en el Antiguo Testamento, sino empezar a amar, como Cristo nos amó. Empezar a amar con amor de Espíritu Santo: ama a los demás como a ti mismo (hay todavía un cierto egoísmo, porque yo me amo a mí).
Pero cuando empezamos a entrar hacia dentro del edificio del cristianismo, ya tenemos que empezar a dejar el egoísmo; y la medida ya no es como me ame a mí, eso no tiene importancia. Yo amo toda la obra de Dios, me incluyo a mí mismo, porque también soy obra de Dios, ¡pero yo amo! Y aquí vendría el Sacramento de la confirmación. Cuando uno, purificado su amor por los mandamientos anteriores, empieza a amar purificando su egoísmo, a amar con el Espíritu Santo.
Subimos ahora al segundo piso, el Espíritu Santo es impulso que nos lleva a Cristo y nos encontramos con el sacramento de la Eucaristía (la Eucaristía del Jueves Santo se celebró en un piso alto, lo dice el Evangelio, y tiene su simbología, su razón de ser). En el sacramento de la Eucaristía, ya no sólo pedimos amarnos, sino que pedimos ser unos: “Sed unos, como el Padre y yo somos uno”. Queremos ser uno, lograr la unidad.
Y el tercer modo, cuando yo estoy con Cristo, celebrando la Eucaristía, que es el sacramento de la unidad–, celebrando que Cristo murió perdonándonos. Entonces, para entender y subir al piso del Padre, tengo que amar como el Padre; tengo que amar con total misericordia. San Mateo dice: “Sed perfectos, como el Padre es perfecto”. Y al oír esto, mucha gente piensa que tiene que tener todas las virtudes que tiene Dios Padre: tiene que ser un buen orador, tiene que tener buena estatura, memoria, resistencia física… ¡Todo! Pero eso no es así, tenemos que ser perfectos en aquello que Dios es perfecto: hace salir el sol sobre buenos y malos, hace llover sobre justos e injustos. Ésa es la perfección que Dios quiere que copiemos de Él. El título principal de Dios Padre es que es rico en misericordia. El atributo más importante que tiene Dios para nosotros es que es misericordioso. Y porque tiene misericordia, nos perdona y se puede restaurar todo. Todo empieza por ahí, porque Dios Padre tiene misericordia.
Misericordia quiere decir dar el corazón al que lo necesita. La misericordia es gratuita; no se puede obligar a ser misericordioso. Y aquí llegamos al punto final de los cristianos: para parecernos al Padre, tenemos que llegar a amar a los enemigos. El Padre no ama solamente cuando le aman, eso lo hacen los paganos, eso lo hace cualquiera. Mi amor, no depende de que el otro me responda; aunque no me responda…, yo sigo amando. Esa es la característica que nos hace parecer a Dios Padre.
En estas tres formulaciones del mandato nuevo, ocurre lo mismo que con la Trinidad: son tres y son una, son las mismas, pero son distintas. No se puede cumplir una sin las otras.
Por ejemplo, no se puede amar a los enemigos sin amor. A amar a los enemigos, no me empuja nadie, ni la razón me empuja a ello, ni nadie me lo puede exigir. Cuando yo, de verdad, amo a los enemigos, es cuando estoy demostrando que lo hago con entera libertad. Aquí es cuando la libertad se consuma más: cuando yo estoy amando contra toda razón.
Tampoco se puede ser uno, sin ser libre. Eso sería una dictadura. Ni se puede amar sin ser libre: sería una esclavitud
Estas tres formulaciones son una imagen de la Trinidad. Se influencian entre las tres y se necesitan las tres. Tenemos que amar, ser unos y ser perfectos como el Padre.
Y con esto llegamos al piso más alto, a solas con Dios Padre. Llegamos a estar a solas en nuestra recámara, en oración, con Dios Padre. Y cuando una persona ha llegado, de verdad, a sentirse solo en su habitación, bien puesto, con buena temperatura, echado en una colchoneta agradable en el suelo, con un traje cómodo, y pasa dos horas, tres horas de oración con Dios Padre, cuando uno de verdad ha vivido con Dios Padre, le puede llamar papaíto, y le dice: sé que Tú no quieres más que nuestro bien, yo soy un desgraciado, pero Tú me vas podando y yo me adhiero a tú voluntad. Cuando uno va encontrándose con Dios Padre…, ¿es para quedarse ahí, toda la vida? ¡No!, es para poder empezar a bajar otra vez, con gran alegría, lleno de alegría, sabiendo que pase lo que pase, aunque pase la cruz, no me importa, porque sé que hay un Padre que me recibe al orto lado de la cruz. Bajaré, cogiendo fuerzas del Espíritu Santo, a llamar a todo el mundo, bajaré hasta el río a buscar a la gente.
Llegamos a Dios Padre, para bajar, como quien baja por un tobogán, a buscar gente al río, porque esencialmente, somos pescadores de hombres. Tengo que arriesgarme a bajar al río, a traer gente del río para bautizarlos, que suban los escalones de los mandamientos, hasta que lleguen a este paraíso, que sean libres aquí, que empiecen a tener alegría, que se encuentren con Dios. Y al llegar, yo los suelto en el nuevo paraíso, que paseen, que vean los árboles, los frutos, las flores… Que vean la creación de una manera nueva, con los ojos de Dios, y que se muevan a su antojo: ¡son libres!, ya están restaurados de los pecados, ya están en paz, ya han tenido la reconciliación. Y una vez aquí, ahora empezamos a llamarlos, poco a poco, a una segunda llamada. Vamos a empezar a purificar el amor, subiendo por estos escalones del mandato nuevo. Tengo que seguir adelante, cada vez amando más, hasta llegar a la unión con la Trinidad.
Estamos llamados todos, a una mística diaria, cotidiana, de cristianos, que conviven con nuestros pecados.
Conozco a un sacerdote, que dice: cuando uno está, ya, unido a Cristo, cuando uno forma parte del cuerpo de Cristo, nuestros pecados, no nos cortan ni nos podan, no nos separan del cuerpo de Cristo. Nuestros pecados, son las llagas del cuerpo de Cristo, pero no nos separan, sino que hacen que su cuerpo esté llagado. Co-existe mi unión con Dios, con mis pecados. Y yo, todo y pecador, me refugio en brazos de Dios Padre, para que Él me limpie, pues es Él quien obra en nosotros.
Yo tengo que subir diariamente a tener audiencia con mi Padre, necesito estar un rato de silencio, de soledad, pensando en Él, encomendándole las cosas, cada uno a su manera. Cada día, debo tener un rato para estar a solas con Él, que no es lo mismo que la visita al Santísimo. Cristo es Dios, pero en la visita al Santísimo, me encuentro con la Iglesia, estoy con Jesucristo, con la Virgen, los santos, con toda la Iglesia triunfante, ya no estoy yo solo.
En cambio, estar con Dios Padre –lo dice el Evangelio- es otra situación: “vete a tu habitación y, cerrada la puerta –tú solo-, te encuentras con tu Padre.
No podemos ser cristianos como si fuéramos niños pequeños, siempre con Cristo y sin hablar directamente con el Padre. Llega un momento en el que Cristo nos da a conocer el Padre y nos dice que nos vayamos a la habitación, solos, que no tengamos miedo, Cristo es la puerta. Nosotros, por el Bautismo, somos otros cristos: tenemos que llegar a tener conversación directa con el Padre. Cristo es camino que me lleva al Padre. Pero si, a Cristo, lo vemos como un dios que impide que lleguemos al Padre…, es tan Dios que no hace falta ir al Padre…, entonces yo he convertido a Cristo en un ídolo. Me pierdo la maravilla de la Trinidad.
Un ejemplo de ello es la Virgen María. María es hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo y esposa del Espíritu Santo. María tiene tres relaciones distintas con cada una de las tres personas trinitarias. Y los cristianos tenemos que ser como María: tres relaciones distintas con cada una de las tres personas de la Trinidad.
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