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Por Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza|2025-07-04T13:08:39+00:005 julio, 2025|

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  • Un Mural de Valores

    Muchos de nosotros crecimos convencidos de que nuestros valores eran los más acertados para construir una vida plena, tanto en lo personal como en lo social. Sin darnos cuenta, intentamos —a veces incluso con cierta insistencia— transmitir nuestras creencias y modos de vida allá donde íbamos. Estábamos persuadidos de que sin los esquemas culturales de Occidente no era posible vivir con dignidad. Sin embargo, el paso del tiempo —y, sobre todo, el encuentro con otros pueblos y culturas— nos ha abierto los ojos: el Espíritu de Dios sopla donde quiere, y la sabiduría no es patrimonio exclusivo de ningún rincón del mundo. Hemos aprendido que no existe una única escala de valores válida para todos, sino múltiples caminos que conducen al bien, a la verdad y a la belleza. Caminos que, cuando son auténticos, nos ayudan a vivir como hijos de Dios y como hermanos entre nosotros. Hoy sabemos que es posible construir sociedades basadas en diferentes sistemas de valores. Hemos comprendido que no existe un modelo ideal y perfecto al que todos deban adaptarse para vivir con dignidad. Lo que sí existen son personas y pueblos que desean vivir con dignidad, y que para ello se valen de los valores: la mayoría heredados de generaciones anteriores, otros aprendidos en el camino, y algunos descubiertos al contacto con lo diverso. La vida no consiste en copiar el cuadro que otros han pintado, sino en atrevernos a pintar un gran mural de sentido, incorporando aquellos elementos que, a lo largo de la experiencia, descubrimos como verdaderos, buenos y edificantes. Porque los valores no se copian, se descubren. No se imponen, se comparten. No se fabrican en laboratorios ideológicos, sino que nacen de la vida misma: del amor vivido, del sufrimiento atravesado, de la esperanza que se sostiene incluso en medio de la adversidad. Cada persona, cada cultura, va dibujando su parte del gran mural de la humanidad, en el que resplandecen los colores de la fe, la compasión, la justicia y la paz. En cada cultura brillan destellos del Reino de Dios. Cada encuentro con el otro es una oportunidad para redescubrir valores que tal vez teníamos adormecidos, apagados por el ruido de la prisa, la búsqueda del éxito o el exceso de consumo. La sociedad occidental, con frecuencia centrada en el rendimiento y la individualidad, ha olvidado lo esencial. Pero otras culturas nos han recordado lo simple y profundo: la hospitalidad, la presencia, el respeto, la escucha, la compasión… esos valores que nos permiten vivir con mayor humanidad. La globalización ha terminado por acercar esas otras visiones del mundo a nuestras propias casas, barrios y ciudades. Lo que antes nos parecía lejano, hoy habita entre nosotros. En nuestras calles y escuelas convivimos con personas que traen consigo formas de entender la vida que aún calificamos de “extrañas”. Pero lo verdaderamente inquietante es que, mientras viajando a sus países esas diferencias nos fascinaban e interpelaban, aquí, al convivir con ellas, muchas veces no sabemos reconocer su riqueza. Quizá hemos perdido la capacidad de apertura. Tal vez el miedo a perder algo cerró nuestro corazón e impide que nos interesemos por el prójimo que vive al lado: por su historia, su fe, sus heridas, su manera de entender la vida, la muerte, la familia, la belleza o a Dios. Los grandes valores de la existencia —la dignidad, la fraternidad, el perdón, la esperanza— no son propiedad de una cultura concreta. Son patrimonio común de la humanidad. Cuando buceamos en lo profundo de nuestro ser, descubrimos que las necesidades humanas fundamentales son universales, y que todos buscamos referencias compartidas. Salir de nosotros mismos para encontrarnos con el otro, vivir y convivir, no implica renunciar a nuestra identidad, sino ofrecerla como un don, y al mismo tiempo acoger, con gratitud, lo que el otro aporta. Cuando nos dejamos tocar por la mirada del otro, comprendemos que lo que en verdad anhelamos es común a todos: amar y ser amados, vivir con sentido, caminar con esperanza. Y si en lugar de atrincherarnos en el miedo, nos abrimos al amor, seremos capaces de construir una convivencia en la que nadie quede excluido. El Evangelio nos enseña a mirar al otro no como amenaza, sino como hermano. Nos invita a amar al prójimo como a nosotros mismos y a no pasar de largo ante el herido del camino. Cada encuentro puede convertirse en una ocasión de conversión, una invitación a ampliar nuestra tienda, una oportunidad para edificar un gran mural de valores compartidos. Un mural en el que todas las personas se sientan representadas, y en el que nadie quede excluido ni ostente una posición de dominio o monopolio. Jordi Cusso

  • Los X Mandamientos: El II Mandamiento 5/5

    No usar el nombre de Dios en vano. En este mandamiento, ya nos acercamos directamente a Dios. La palabra vano en arquitectura significa que, debajo de algo, hay un vacío. Los pueblos antiguos, antes de conocer la revelación, utilizaban la palabra dios, para referirse a algo en lo que ellos se apoyaban y que les servía de protección. Por eso, para ellos, era necesario conseguir su amistad, o su cercanía. Y lo dejaban todo, para lograr esa cercanía, apoyo, beneficio. Dejaban cosas, para que Dios estuviera contento con ellos. Dios era lo que ellos ponían primero en su agenda al ordenar el día. Cuantas veces nosotros organizamos nuestro día en función de cosas que no son lo más importante desde Dios. Vamos a misa en función del partido de fútbol; vamos a ver a la abuela o a los enfermos, en el rato que no tenemos nada que hacer… Y así nos encontramos que organizamos el día poniendo como cosas más importantes el trabajo, los estudios… Y no es que no sean importantes, pero estamos haciendo de ellos un dios en pequeñito. ¿El Dios verdadero ocupa en mi vida un lugar prioritario? Realmente, cuando planeamos la vida de nuestra familia, de los compañeros, de las personas que dependen de nosotros, ¿la planeamos poniendo a Dios lo primero de todo? Es decir, que nuestra vida se presida por agradar a Dios, alabar a Dios. Cumplir su voluntad y sus mandatos, ¿es ése el centro de mi agenda y de mi programa?, o ¿estoy usando el nombre de Dios para cualquier cosa vana? La fe es apoyarme. El Dr. Rovira Belloso decía que la fe es como los estribos de un puente: son la zona fuerte, de roca, donde el puente descarga toda la fuerza del arco y, si aquella roca falla, el puente se va abajo. La fe es apoyarse. Si yo me apoyo en algo que está en vano, que debajo no tiene aguante…, me hundo al apoyarme. Por ello debo apoyarme solamente en Dios. Creer es apoyarme, para luego actuar, apoyado en esa certeza. A lo largo de los siglos, el ser humano va buscando cómo puede ser Dios, tratando de imaginárselo, de delinearlo; nosotros nos imaginamos a Dios con muchísimo poder, que es propietario de muchas cosas, porque, en el fondo, a nosotros nos gusta siempre ser como Dios, nos gusta parecernos a Él y creemos que para ser algo, aquí en este mundo, hay que tener gloria hay que tener poder. Desgraciadamente hay cristianos que creen que hay que tener poder para poder difundir el cristianismo. Ni hace falta tener dinero, ni muchas propiedades. Y la gente cree que primero uno ha de construir grandes empresas y acumular propiedades y, entonces, llevando todas esas riendas, puede hacer objetivos que él supone que son buenos. Hay que ser famoso, porque si no, lo que yo diga, no lo oye nadie. ¿Cómo vamos a poder actuar, difundir un mensaje, o llevar una orientación en el mundo, influir…, si no tenemos gloria? Al principio hablamos de utilizar medios que, a lo mejor, son malos, creyendo que con ellos se podrá hacer el bien. El verdadero Dios no tiene poder, no tiene gloria, no tiene propiedades; el verdadero Dios se hizo pobre por nosotros. Creó el mundo y nos lo regaló. Él no tiene ejércitos para doblegar la voluntad de las personas, no tiene poder, en el sentido de tener en las manos la posibilidad de que los demás hagan lo que yo quiera. ¿Cómo puede ser bueno un instrumento que avasalla la voluntad de otras personas? Hay sistemas de trabajo, sistemas de empresas, sistemas políticos, de muchas maneras, que piden la voluntad de las personas y, luego, si esa persona, en un momento dado, quiere seguir siendo libre, no puede irse o dejarlo… Uno se encuentra atrapado y, aunque no quiera, tiene que seguir allí. Dios termina en la Cruz. Él es pobre y desnudo, no tiene nada y lo regala todo. Y es mendigo de amor. ¡Ni siquiera puede mandar que lo amemos! Cuando dice: “Amaos los unos a los otros”, lo está pidiendo, dice que es un mandato nuevo, es un mandato que respeta nuestra libertad, no es un mandato coaccionante. Éste es el modo que nosotros tenemos de entender a Dios, visto desde el Nuevo Testamento. Hay un Salmo en el que se repite mucho la frase: “Bienaventurado aquel pueblo, cuyo Dios es el Señor”. Aquí está suponiendo que los pueblos tienen sus dioses. El pueblo de Israel, a lo largo de su historia, poco a poco viendo que hay un ser superior, que se les acerca y les dice: “Yo soy el Señor, os quiero y os protejo; yo conozco las cosas, el bien y el mal, si hacéis esto, ganaréis y si hacéis lo otro, saldréis perdiendo”. Israel lo hace y ve que, cuando hace lo que dice el Señor, las cosas le van bien y cuando hace lo contrario, las cosas le van mal. Pero Israel no tiene ni idea de que aquel señor sea Dios. Israel tiene su Señor y luego tiene sus diosecillos, que sigue manteniendo… En un momento dado, cuando se escribe este Salmo, el Señor está diciendo a Israel: “Israel, no tengas otro dios fuera de mí”. Entonces Israel empieza a desconcertarse: ¿Cómo? ¿Tú eres el Señor? Tú eres un amigo, tu eres uno que nos está salvando, un ser vivo que está aquí… ¿Qué tienes que ver tú con los dioses? Y Dios dice: “Quita los dioses, porque Yo soy Dios. Yo soy el único Dios. No tengas otro”. Se juntan los dos conceptos, e Israel canta: “Bienaventurado aquel pueblo cuyo Dios  resulta ser el Señor y no tiene otro”. Bienaventurado el que, por fin, coloca al Señor como Dios. Por eso, cuando nosotros planeamos la vida de la familia, cuando planeamos la jerarquía de valores, ¿ponemos a Dios en el centro, realmente? Texto: Juan Miguel González Feria  

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