Muchos de nosotros crecimos convencidos de que nuestros valores eran los más acertados para construir una vida plena, tanto en lo personal como en lo social. Sin darnos cuenta, intentamos —a veces incluso con cierta insistencia— transmitir nuestras creencias y modos de vida allá donde íbamos. Estábamos persuadidos de que sin los esquemas culturales de Occidente no era posible vivir con dignidad.

Sin embargo, el paso del tiempo —y, sobre todo, el encuentro con otros pueblos y culturas— nos ha abierto los ojos: el Espíritu de Dios sopla donde quiere, y la sabiduría no es patrimonio exclusivo de ningún rincón del mundo. Hemos aprendido que no existe una única escala de valores válida para todos, sino múltiples caminos que conducen al bien, a la verdad y a la belleza. Caminos que, cuando son auténticos, nos ayudan a vivir como hijos de Dios y como hermanos entre nosotros.

Hoy sabemos que es posible construir sociedades basadas en diferentes sistemas de valores. Hemos comprendido que no existe un modelo ideal y perfecto al que todos deban adaptarse para vivir con dignidad. Lo que sí existen son personas y pueblos que desean vivir con dignidad, y que para ello se valen de los valores: la mayoría heredados de generaciones anteriores, otros aprendidos en el camino, y algunos descubiertos al contacto con lo diverso. La vida no consiste en copiar el cuadro que otros han pintado, sino en atrevernos a pintar un gran mural de sentido, incorporando aquellos elementos que, a lo largo de la experiencia, descubrimos como verdaderos, buenos y edificantes.

Porque los valores no se copian, se descubren. No se imponen, se comparten. No se fabrican en laboratorios ideológicos, sino que nacen de la vida misma: del amor vivido, del sufrimiento atravesado, de la esperanza que se sostiene incluso en medio de la adversidad. Cada persona, cada cultura, va dibujando su parte del gran mural de la humanidad, en el que resplandecen los colores de la fe, la compasión, la justicia y la paz.

En cada cultura brillan destellos del Reino de Dios. Cada encuentro con el otro es una oportunidad para redescubrir valores que tal vez teníamos adormecidos, apagados por el ruido de la prisa, la búsqueda del éxito o el exceso de consumo. La sociedad occidental, con frecuencia centrada en el rendimiento y la individualidad, ha olvidado lo esencial. Pero otras culturas nos han recordado lo simple y profundo: la hospitalidad, la presencia, el respeto, la escucha, la compasión… esos valores que nos permiten vivir con mayor humanidad.

La globalización ha terminado por acercar esas otras visiones del mundo a nuestras propias casas, barrios y ciudades. Lo que antes nos parecía lejano, hoy habita entre nosotros. En nuestras calles y escuelas convivimos con personas que traen consigo formas de entender la vida que aún calificamos de “extrañas”. Pero lo verdaderamente inquietante es que, mientras viajando a sus países esas diferencias nos fascinaban e interpelaban, aquí, al convivir con ellas, muchas veces no sabemos reconocer su riqueza. Quizá hemos perdido la capacidad de apertura. Tal vez el miedo a perder algo cerró nuestro corazón e impide que nos interesemos por el prójimo que vive al lado: por su historia, su fe, sus heridas, su manera de entender la vida, la muerte, la familia, la belleza o a Dios.

Los grandes valores de la existencia —la dignidad, la fraternidad, el perdón, la esperanza— no son propiedad de una cultura concreta. Son patrimonio común de la humanidad. Cuando buceamos en lo profundo de nuestro ser, descubrimos que las necesidades humanas fundamentales son universales, y que todos buscamos referencias compartidas. Salir de nosotros mismos para encontrarnos con el otro, vivir y convivir, no implica renunciar a nuestra identidad, sino ofrecerla como un don, y al mismo tiempo acoger, con gratitud, lo que el otro aporta.

Cuando nos dejamos tocar por la mirada del otro, comprendemos que lo que en verdad anhelamos es común a todos: amar y ser amados, vivir con sentido, caminar con esperanza. Y si en lugar de atrincherarnos en el miedo, nos abrimos al amor, seremos capaces de construir una convivencia en la que nadie quede excluido.

El Evangelio nos enseña a mirar al otro no como amenaza, sino como hermano. Nos invita a amar al prójimo como a nosotros mismos y a no pasar de largo ante el herido del camino. Cada encuentro puede convertirse en una ocasión de conversión, una invitación a ampliar nuestra tienda, una oportunidad para edificar un gran mural de valores compartidos. Un mural en el que todas las personas se sientan representadas, y en el que nadie quede excluido ni ostente una posición de dominio o monopolio.

Jordi Cusso