Amar a Dios sobre todas las cosas y no tener otro dios más que ése. (a)

 

En el Nuevo Testamento, se dice: «¿Cuáles son los mandamientos antiguos? Primero: Amarás a Dios sobre todas las cosas. Y segundo: Amarás al prójimo como a ti mismo». Es el gran resumen del Antiguo Testamento. El mandamiento nuevo del cristianismo es mil veces más importante y más exigente: «Amaos los unos a los otros como el Padre me ama a mí y como yo, Cristo, os he amado a vosotros». La medida es infinitamente mayor. Ya no es amar a los demás como yo a mí mismo. Eso es lo judío. Lo cristiano es: ama a los demás, como el Padre nos amó, con toda misericordia, haciendo salir el sol sobre justos e injustos y haciendo llover sobre buenos y malos; o como Cristo nos amó, o sea, perdonando al enemigo.

Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mí mismo. Desde luego que los cristianos, todos, amamos a Dios, pero, ¿amamos a Dios sobre todas las cosas, amamos a Dios como lo primero de nuestra agenda? Buscar su voluntad, buscar sus huellas, de Dios Uno y Trino. ¿Para mí, es lo más importante de este mundo? Segundo mandato: ¿Veo, yo, en cualquier persona, en cualquier prójimo, un ser humano de la misma dignidad que yo, que tiene que tener los mismos beneficios que yo, o los mismos consuelos que yo, y disfrutar de las mismas cosas que yo? ¿A cualquier ser humano, lo reconozco como criatura, con naturaleza humana, digna y necesitada, con quien debo repartirlo todo? ¿Le reconozco la misma dignidad de hijo de Dios y criatura de Dios?

Porque esto es amar al prójimo como a uno mismo. En esto se resume toda la ley y los profetas. Y decimos amar, no decimos atender, ni gobernar, ni darle subsidio o limosna; decimos: amar, porque además necesita de nuestro afecto. ¿Yo trabajo, para que todo el mundo tenga el amor que necesita? Se lo dé yo, o se lo dé quien sea, pero que lo tenga. Que la gente tenga compañía, afecto, conversación.

Estamos llegando a la cumbre del primer mandamiento. Cuando nosotros queremos cumplirlo este mandamiento ya es positivo: ama a Dios. Ama a Dios y ama al prójimo. Entonces una persona empieza a ser cristiana. Si yo estoy en amor a Dios y en amor al prójimo, quiere decir que yo estoy en paz; quiere decir que tengo que estar en buena relación con los demás y eso es lo que deseo.

Ahora que hemos subido los diez mandamientos, en nuestro itinerario espiritual, nos hemos preparado para el sacramento de la Penitencia.

Foto de Tammy Gann en Unsplash

La persona que ha ido arrepintiéndose de los fallos al cumplir los sucesivos mandamientos, ahora quiere la paz, quiere la alegría, quiere la reconciliación: estar en paz con Dios y en paz con el prójimo. Esta persona está apta para el sacramento de la penitencia, el perdón de los pecados, y entra en el paraíso. Ahora sí que yo ya estoy con el nuevo Adán; aquí Dios se pasea, pero de una manera nueva, porque ya es por los sacramentos, ya estamos en amistad con Dios.

La persona que ha hecho el esfuerzo de renunciar a las dos cosas a las que se renuncia en el bautismo, y luego, siguiendo a Dios, va cumpliendo los mandamientos y arrepintiéndose de sus pecados, entra en un paraíso: tiene paz honda, donde quiera que vaya. Le puede ir todo mal, puede encontrarse con situaciones completamente adversas a lo que él tenía pensado, se puede quedar incluso solo, pero tiene a Dios a dentro. Esa persona ya es un hombre nuevo, es una persona nueva, con Dios a dentro. Entiende, además, que cumplir las leyes de Dios es fructuoso, es útil, es benéfico, porque lo ha visto, cumpliendo los mandamientos. Ya está convencido —no porque lo diga la Iglesia, por miedo o por rutina, Y ya tiene ayuda en Dios y tiene carisma para no volver a ser frívolo, a no amar el mal, y luego, para no envidiar, no robar, no matar, etc. Donde  abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Y esa persona ya está viviendo en la gracia de Dios, está viviendo pentecostés, está viviendo el Espíritu Santo. ¡Ya está instalado en el amor! ¡Ya está  en el paraíso!

La alegría es un motor; es productora de energía. Una persona que tiene alegría, tiene dinamismo, tiene fuerza para hacer lo que tiene que hacer; tiene fortaleza.

Foto de Lesly Juarez en Unsplash

Si pudiéramos ponerles un título a las tres personas de la Sagrada Familia a partir del Evangelio, veríamos en él que María, es la llena de gracia. José es el justo. A Jesús se le ponen muchos títulos; san Lucas, en el Evangelio, cuando dice que Jesús fue a aclamar al Padre: “Padre, te doy gracias, porque estas cosas se las has enseñado a los sencillos de corazón…”, le dice: “lleno de alegría del Espíritu Santo…” De manera que si María es la llena de gracia, Jesús puede tener el título de lleno de alegría, lleno de alegría del Espíritu Santo. Por lo tanto, uno de los distintivos de los cristianos es estar llenos de alegría. Para formar parte de este nuevo paraíso, yo tengo que estar lleno de alegría.

Sé que Dios me ha creado en un paraíso, o sea que Dios deseaba que fuéramos felices. Nosotros lo estropeamos por nuestra libérrima mala voluntad y yo sé que Dios vuelve a arreglarlo, a costa de la vida de su hijo, nada menos. ¡Yo tengo que estar, pues, lleno de alegría de que me quiera tanto!, de que incluso, aunque yo peque, Dios se las ingenie con amor para enviar un Redentor y arreglar las cosas que ya no tenían arreglo. ¡Yo tengo que estar lleno de alegría!, es la base para vivir en ese jardín: estar lleno de alegría.

Alegría del Espíritu Santo, no alegría humana, o mundana. ¡No tiene nada que ver con eso! Es alegría que nace de dentro.

En este Itinerario que vamos siguiendo, hasta llegar directamente a Dios, nos hemos detenido en los diez mandamientos, pero antes miramos al principio y ahora miramos por dónde sigue, para que no quede el decálogo suelto dentro del Itinerario, para que sepamos a donde vamos. Estamos, ya, en el nuevo paraíso, en el que hay un nuevo mandato. Así como en el antiguo paraíso había un solo mandato -no comáis- en el paraíso nuevo, ahora, se nos manda lo contrario, se nos manda comer. Alimentarse de Cristo: amaos los unos a los otros como Yo os he amado.

Veremos, ahora, cómo ir desarrollando hacia dentro este nuevo mandato. Nos podríamos imaginar, como si dentro de este jardín nos encontráramos, que hay una gran casa con tres estadios, con tres pisos, y nosotros vamos aprendiendo las moradas de Santa Teresa, vamos entrando en esta casa, subiendo de piso a piso, acercándonos cada vez más a Dios, ahora hacia arriba, ascendiendo. Hasta aquí, había sido un Itinerario más o menos horizontal y hemos ido ascendiendo poco a poco; ahora ya se trata de subir hacia arriba.

Cada planta de esta casa, la dedicamos a encontrarnos con una de las tres Personas de la Trinidad. La primera planta sería vivir en Dios, con el Espíritu Santo; la segunda, sería con el Verbo Encarnado, o sea, con Cristo, y en la tercera, con Dios Padre.

Cuando estamos a las puertas de la casa, el sacramento que tenemos que pedir es el de la Unción de los Enfermos, porque una de las cosas que yo tengo que aceptar cuando estoy en el nuevo paraíso es la muerte. Ahora que estoy contento, me puede pasar lo mismo que en el paraíso de Adán, con la primera tentación: no aceptar ser hombre y querer ser como Dios. Aquí nos puede pasar igual: soy capaz de cumplir los mandamientos, me entiendo con Dios, Dios me quiere…, yo quiero ser como Dios. No puede ser, yo tengo que aceptar la muerte. Por eso es tan importante la catequesis del Sacramento de la Unción de los enfermos. La enfermedad es como si la muerte te pellizcara; son los límites humanos que te pellizcan y te hacen sentir que eres débil. La muerte la gradúa y la coloca Dios, perfectamente, en el momento y a la hora de la muerte de cada uno. Es algo que Dios coloca personalmente, con todo mimo, con toda delicadeza. No se puede dudar que el momento de la muerte es una de las maneras que Dios tiene para timonear la historia, para gobernar un acontecimiento. Quita a las personas, cuando Él lo cree oportuno, o las deja allí, en el mundo, para que sigan viviendo, mientras Él lo crea oportuno. Es una cosa que se reserva Dios Padre, personalmente.

Hay que aceptar las enfermedades, que son lugares privilegiados de encuentro con Dios, tanto, que se hace un Sacramento para ello. Nosotros hemos de aceptar el ser enfermos, aceptar que Dios nos ha hecho enfermables y que permite nuestras enfermedades.

 

Amar a Dios sobre todas las cosas y no tener otro dios más que ése. (b)