
Se acerca la Navidad y el corazón comienza a llenarse de una mezcla de emociones: esperanza, ternura, nostalgia, deseo de paz. Pero antes de llegar al pesebre, estamos invitados a detenernos un momento y mirar a María, la Inmaculada Concepción, la mujer sencilla y pura que, desde el primer instante de su existencia, fue elegida por Dios para ser la Madre de Jesucristo.
El 8 de diciembre celebramos la Inmaculatez de María, un misterio tan profundo y tan bonito que nos recuerda que Dios prepara su obra con delicadeza y amor. En María todo fue gracia, regalo de Dios. Y creo que lo más importante de Ella fue su respuesta libre y confiada: “Hágase en mí según tu palabra” y con esta respuesta cambió la historia de la humanidad.
Este “sí” fue un maravilloso puente entre el cielo y la tierra. Fue el comienzo de la venida del Amor. María no lo entendía todo, solo confió hasta el final. No sabía a dónde la llevaría la llamada de Dios, pero se abandonó en sus manos. Y en ese abandono, Dios hizo maravillas.
Y aprendiendo de Ella, un día también dijimos “sí” al Señor. Tal vez en un retiro, en una experiencia fuerte de fe, o en el silencio de nuestro corazón. Y no fue algo de un momento, fue como una semilla donde cada día iba germinando Dios. La fiesta de la Inmaculada nos invita a recordar también nuestro sí a Dios, y con este sí renueve en nosotros su gracia.
Al mirar a María, aprendemos a decir nuevamente: “Señor, aquí estoy”. Con nuestras limitaciones, pero con la alegría que nos ayuda a mantener el corazón despierto mientras esperamos a Jesús que viene. Ella nos toma de la mano para llevarnos al pesebre, donde el Amor se hace pequeñito, vulnerable, accesible.
Nuestra Madre no deja que el cansancio apague esta alegría, ni que la rutina enfríe la fe. María nos enseña a preparar la casa interior para recibir a su Hijo con gozo. Nos enseña que el sí se traduce en gestos: una sonrisa, un perdón, una mano tendida, un “¿cómo estás?, un abrazo acogiendo con el corazón a Cristo que vive en cada uno de nuestros hermanos.
Estamos de celebración y volvemos a tener otra oportunidad para agradecerle a Dios el que nos llamara a su redil y nos diera a María como Madre.
Contemplar su “sí”, saborear tanto bien como nos ha hecho, hace brotar también de nuestro “sí” un canto de alegría, de confianza y de esperanza.
Porque cada vez que un corazón dice “sí” a Dios, vuelve a nacer la Navidad.
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